El único muerto estadounidense de la Batalla de Cavite, en Filipinas, llegaba al puerto de
Cartagena, capitaneando el “Reina Cristina”, buque insignia de la flota española, que había
estado al mando del almirante Patricio Montojo. Su objetivo, vengarse de las familias de
aquellos que osaron cruzar aguas marítimas y lo mataron.
Las autoridades portuarias, asombradas por la entrada de semejante embarcación sin
ningún tripulante, se hicieron con ella, pero cada noche desaparecía y volvía al puerto.
Isa, que salía del trabajo, no llegó a abrir la puerta del coche por miedo al hombre que se
acercaba empuñando una gran espada en la mano izquierda. Bajó corriendo la primera calle que
encontró, escapando de ese loco. No sabía porqué la perseguía aquel hombre que parecía de otro
siglo, pero continuaba tras ella.
Entonces se acordó del titular del periódico que había leído el pasado miércoles:
“Matanza en las calles de Cartagena”. Llamó su atención el titular tan escabroso y leyó el
artículo completo. Un hombre, con ropa de otro siglo, llevaba seis noches consecutivas matando
a jóvenes que, aparentemente, no guardaban ninguna relación entre sí.
También había leído el artículo sobre la aparición del “Reina Cristina”. Su bisabuelo se
había embarcado en él hacía ya muchos años. Entonces y, mientras corría, comprendió la
relación entre las chicas muertas.
La policía, que seguía buscando pistas sobre los asesinatos, tenía patrullas vigilando las
calles. Isa sin dejar de correr hacia la comisaría, porque desconocía la situación de dichas
patrullas, veía al hombre cada vez más cerca, aunque él no corría.
Mientras, un periodista, informaba en ese momento al comisario de policía de la más que
posible relación entre el asesino y el barco. El comisario lo miraba pensando que estaba loco.
Oyeron gritar y salieron del despacho. Uno de los policías yacía en el suelo con la cabeza
cortada. Isa chillaba y otro policía disparó al aparecido. Las balas lo atravesaban sin surtir el
efecto deseado.
El periodista agarró a la chica y la llevó al despacho del comisario, dejando a los
pistoleros hacer su trabajo. Por el camino fue cogiendo todos los periódicos y las papeleras que
encontró. Las situó en forma “C”, consiguiendo una barrera al unirlas con las hojas de los
periódicos, mientras explicaba a Isa su plan. Ella era el cebo y permanecía de pie tras la mesa,
con la ventana a su espalda abierta y agarrada al respaldo de la silla. Los músculos de sus brazos
delataban su tensión. Cuando el espectro apareció, el escritor, que permanecía tras la puerta,
arrojó a las papeleras un manojo de periódicos en llama y cerró el círculo.
Seudónimo: Bora, Bora