Estaba haciendo muchos sacrificios, bien lo sabe nuestro señor, pero, renunciar a una reparadora cena en mi restaurante favorito, mi único capricho semanal, por mucho que me insistiera el galeno en perder alguno de mis bien ganados 120 kilos, era algo que estaba fuera de toda discusión. No. El resto de la semana ya se encargaba mi ama de llaves, de tenerme a estricta dieta. ¡Ah, Juliet!... Mañana veremos si la nueva es un poco más espléndida con las raciones…
El servicio ya me conocía y tenía preparada “mi mesa”: un rinconcito estratégico, íntimo y apartado, aunque no aislado, desde el que poder ver a la mayor parte de los comensales sin ser visto.
No pedí la carta; quería lo de siempre: salmón de Keia, caviar Almas, raviolis de hígado de pato con trufa negra; lomo de mero y pulpo con mantequilla blanca de yema de erizo; tartar de vaca vieja con setas y membrillo; sorbete de mandarina al vodka y mousse de chocolate con merengue. Todo bien regado con los caldos que me recomendaban. Solo eso variaba.
Mientras esperaba los aperitivos me distraía con el periódico vespertino.
No fue hasta que enganché el primer ravioli cuando me di cuenta de la extraña figura que, sentada a una mesa a pocos metros de mí, no dejaba de mirarme.
Incliné la cabeza, a modo de saludo, pero la dama permaneció impertérrita cual estatua de mármol. Tal era el color de su piel, la cual contrastaba aún más con el rojo de su elegante, aunque demodé, vestido.
Era una mirada penetrante, fija, desasosegante, maleducada, incluso con odio diría, que me hizo comer a disgusto, me provocó sudores y me incomodó. Cada vez que levantaba la vista del plato ahí estaban esos ojos acosándome. No comía, no bebía y dudaba siquiera de que se moviera.
De súbito, un dolor se instaló en mi cabeza y comencé a sentirme mal. Pedí la cuenta sin acabar y pagué. Al pasar junto a la mujer noté un frio helador que me impelió a salir raudo del local, a alejarme de esa mujer, no sin antes volver la vista para comprobar que ahí donde había estado sentada no quedaba rastro de ella.
Al llegar a mi hogar solo fui capaz de acostarme enfebrecido y dormir el sueño más profundo que jamás haya tenido.
Me despertó un ruido. No sabía qué hora era, pero un hilo de luz se filtraba por entre las cortinas que yo no había corrido. La sábana estaba sudada, me sentía débil y cansado y un dolor punzaba mi cuello. Mi mano apreció dos pequeños bultitos en él. Me asusté, aunque no tanto como cuando, al adaptarse mis ojos a la densa y plutoniana oscuridad reinante, distinguí unos ojos, los de la nueva ama de llaves deduje, penetrantes, fijos, desasosegantes, con odio afirmaría, acercándose lentos, silenciosos y amenazadores acompañados del coro de unas voces de niños que repetían “Lilith, Lilith” y yo, paralizado como un infante, lloraba y llamaba a mi madre.