Soñando una pesadilla que mastica mi despertar, un siseo ominoso susurra a mi corazón al
otro lado de la puerta de mi habitación. Sudores fríos rasgan mi desgastada piel, que busca sin
descanso la ruta trazada por un eco que lleve su voz más allá de las colinas de la desesperanza.
Mi voz ahogada bucea entre sus posibilidades de transformarse en una rosa cuyo perfume
acaricie el rostro de un dios redentor.
Tras la puerta, alaridos color sangre impregnan mi habitación de una atmósfera cargada de un
horror ciclópeo, cósmico y demencial. Un hedor aniquilador extermina sin pasión las
melancólicas murallas que protegen mi razón. La locura invade unas venas necesitadas de
veneno y amor. No soy más que una cruel canción que jamás será interpretada. No soy más
que dolor.
Los gritos han pasado a ser un líquido viscoso que, lentamente, se aproxima a mi cama. Un
miedo descarnado se hace corpóreo para estrangularme con la fuerza de cien titanes. Mi
respiración se desliza por un abismo cuyas sombras alzan sus garras como bestias asfixiadas.
Mi visión comienza a bajar el telón tras la representación de la tragedia más decadente jamás
escrita. Mis ojos son ya tan inútiles como mis llamadas de auxilio.
El líquido comienza a cubrirme por los pies. Soy incapaz de realizar ningún tipo de movimiento.
Todo mi cuerpo conspira contra mi vida. Mi rostro va endureciéndose cada vez más,
asemejándose a una máscara de hierro destinada a intensificar mi agonía. Mi corazón se
pierde en una danza macabra cuyo ritmo destroza cada una de mis arterias. Siento mi
estómago como un saco cargado de pesada arena mojada. Tan solo los suspiros mantienen su
lealtad como emisarios de un monarca cuyo reinado se desmorona.
Entonces, comienza el calor. Un espectro rojizo lanza sus hambrientas huestes sobre las
famélicas defensas de mi habitación. Ejércitos de candentes átomos revientan violentamente
sus cuerpos, liberando sus más desoladoras armas por medio de sus crudos suicidios. La vida
se me escapa en un lugar demasiado parecido al Infierno.
Bajo mi cama, voces familiares aúllan el réquiem de mi esperanza. Mi padre, borracho de
alcohol y desconsuelo, arrollado por la funesta criatura oscura que mis pesadillas han
heredado, construye su propio cadalso con un cinturón y un ventilador. Mi madre, bañando
sus manos en un océano de lágrimas, vomita ácido sobre los ojos del intoxicado vástago que
un día engendró. Mi ex, sin echar la vista atrás por temor a sufrir el destino de Eurídice, huye
de la luz desprendida por mi estrella moribunda.
Me siento abrasado y despellejado por estos fantasmas. Consumido hasta los huesos, el Señor
de las Sombras se acerca definitivamente a mi lecho. Me ofrece una nueva condena eterna
para aliviar mi dolor. No soy capaz de rechazarla. Él es lo único que me queda. Tembloroso,
bebo de su cáliz hasta quedar inconsciente.
Dejando caer la papelina al suelo, espero sin lágrimas al próximo de mis demonios.