No sé dónde diablos estaba. Si era el mismo infierno o peor aún, presenciaría mi muerte
enseguida…
Recuerdo que me dirigía hacia el Lamucca de Pez. Correteando apresurada con mis
taconazos carmín y bolso bowling a juego. Deseosa por probar la pizza de boletus, con Iván.
Quería estampar nada más verle, un morreo que lo dejara sin aliento.
Mi actual pareja, wasapeó que acudiría directamente. Por casualidad, dos años antes,
él hizo de modelo para la prestigiosa firma: Giorgio Armani y desde ese día, le aflorarían
múltiples ofertas. La de hoy, consistía en promocionar un nuevo restaurante de los hermanos
Marín. Por lo visto, se excusó ante Ofelia y abandonó raudo aquella concurrida inauguración.
Prefería pasar el resto de su velada conmigo, en la intimidad. Y así, celebrar nuestro primer
aniversario. Bordeando el palacio Bauer. De repente, sentí un fuerte golpe en la cabeza,
perdiendo el conocimiento junto a Tras Julia.
Desperté inmersa en una opacidad húmeda, sibilina, con hedor nauseabundo de
cloacas. El miedo invadía cada rincón de mi cuerpo trémulo, sudoroso, todavía agarrotado.
Apenas lograba avanzar; hincar un solo paso. Encadenada desde algún objeto contundente.
Mediante inútiles tentativas, mal atinaba a bracear en el tétrico abismo, sin palpar lo
que parecía ser una salida. Nerviosa, hundiéndome sobre mis zapatos nuevos. Mientras oía los
inquietantes gritos desgarradores, provenientes de las propias entrañas de aquella abisal
obscuridad que lo envolvía todo. Lamentos reiterativos, que resonaban azorados tal
fantasmales quejidos del inframundo. Consumiéndome poco a poco, en una trágica e impar
desesperación.
Empecé a llorar al tropezar, con restos y desmembrados cadáveres roídos por enormes
ratas, que también chillaban. Convulsionándose frente a mi culminada taquicardia e
incontrolable ansiedad. Escuchándolas apartarse, saltando delante de mí. Despavoridas y,
haciendo crujir los sacudidos huesos entre vísceras desparramadas.
Cuando creí llegar a una especie de portón con rejas, divisé una escueta e ínfima
claridad que se aproximaba lentamente. Por un largo pasillo negro. Dilatando parpadeantes
sombras concéntricas; mostrando rastros de miles de gusanos que avanzaban sinuosos por las
paredes y desde el suelo, en dirección a donde estaba. Alrededor del haz lumínico, que
desprendía una pequeña linterna sobre un casco de obra. Girándome, atisbé a otras chicas
más desaliñadas y famélicas, que parecían sucumbir del letargo como esas zigzagueantes
lombrices hacia la volátil luz. Y esforzándome; bajo la luminiscencia, aprecié el rostro
perturbador con cicatrices y tiñas cutáneas por hongos. Acompañando de una silueta deslucida
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de un hombre corpulento, raro, deforme. En el bolsillo de su mono, sobresalía un antiguo
walkman, sonando distorsionada una canción de Alaska y los Pegamoides, que reconocí por la
colección de vinilos de papá.
E inmediatamente, se iluminó la umbrosa guarida, excavada en piedra. Fuera de
Madrid. Mitigada por esa nebulosa teñida de sirenas y reconfortantes altos de mis
compañeros de Comisaría, que rápidamente se hicieron con la situación. Comprendí que esta
vez, tuve suerte. Viviría para contarlo o quizás, sería mejor callármelo. Enterrarlo como hizo
aquel loco. Obsesionado por una letrilla frugal, que parecía demasiado inocente.