Camina por la calle oscura, entre bloques de hormigón. En una mano descansa el móvil en duermevela, su dedo sobre un número de la agenda. En la otra las llaves de casa, inocente puñal que le insufla valor.
A su espalda se escuchan pasos, rítmicos y sonoros sobre el suelo mojado. Sara llega a la esquina y comienza a correr hacia el portal. Dos metros antes de alcanzar su salvación resbala y cae de espaldas. Lo último que oye es un crujido dentro de su cabeza.
No sabe cuánto tiempo ha pasado, ni donde está. La penumbra la envuelve y su cabeza vendada reposa en una almohada de plumas. Un rayo de luna se filtra entre los oscuros cortinajes del amplio ventanal y se refleja en el espejo de marco dorado. Frente a ella, una puerta de madera tallada se abre con un chirrido inquietante, y la silueta de un hombre vestido con una levita se recorta contra el rectángulo iluminado. Se dirige despacio hacia Sara, y una mujer aparece en el hueco dejado por él. El frufrú de sus enaguas al caminar dispara una alarma en su cerebro. Recuerda esos ropajes antiguos, pero ha olvidado dónde los vio.
Al pasar por delante del espejo se paran frente a él, pero Sara no puede ver su reflejo.
— Hace mucho que te estamos esperando —susurra la mujer a su oído.
— Por fin has vuelto a casa —dice el hombre acariciando sus cabellos húmedos.
Una extraña inmovilidad atenaza sus músculos, y extraños recuerdos comienzan a brotar en su memoria.
Sara cree estar soñando, cierra los ojos con fuerza e intenta regresar al momento en que resbaló a dos metros de casa. Consigue volver, pero lo único que puede ver es su cuerpo desmadejado bajo la lluvia desapareciendo del pavimento mojado.