La tienda de artículos religiosos se encontraba en una callejuela que salía de la Plaza Principal. Allí competían en dolores y alegrías aquellas estáticas figuras de santas extasiadas, vírgenes lacrimógenas de luto, cristos yacentes o crucificados. Abalorios de toda índole les acompañaban: rosarios, cruces, telas moradas...
Antonia odiaba esa tienda, pero era el único trabajo que encontró a su llegada a la capital. «Me pienso largar lo antes posible». Cerraba a las seis y se dirigía a su casa bordeando la plaza. A medio camino algo atrajo su atención. Una extraña música se filtraba a través de la puerta entreabierta de la Iglesia de los Desamparados. Se acercó atraída por los acordes de un órgano.
Entró con sigilo y se quedó de pie junto a la capilla del Santo Sepulcro iluminado únicamente por dos velas. Las luces del templo alumbraban a medio gas. «Qué raro que no haya nadie; será un ensayo», pensó la muchacha. El órgano emitía una melodía melancólica que le gustaba. Inesperadamente un grupo de monjes entró en fila procedentes de la sacristía y se colocaron en semicírculo en el altar mayor. Iban ataviados con sus hábitos usuales. La tenue luz producía sombras en sus caras apenas visibles bajo las capuchas.
Comenzaron a entonar un canto gregoriano. A medida que subía el tono de sus voces, el órgano emitía sonidos cada vez más impactantes. El coro subía de tono más y más en sintonía con el órgano; un alarde de notas que competían entre sí. La música y los cánticos retumbaban en la iglesia vacía.
Antonia, quieta como una estatua, dirigió su mirada hacia arriba en busca del intérprete de la música, pero sorprendentemente no vio a nadie al teclado del órgano. «Pero cómo puede ser; quién toca...». En ese momento, de las bocas de los monjes comenzaron a surgir lamentos. Los cánticos y el órgano se hermanaban en un recalcitrante aullido. La iglesia parecía estremecerse ante esa eclosión de música y voces que parecían venir de otro mundo. Antonia era incapaz de moverse. Las piernas no le respondían. Cuando el estruendo llegaba a su culmen los monjes se desprendieron de las capuchas. Doce calaveras aparecieron ante Antonia mostrando sus mandíbulas batientes y las oquedades de sus ojos la observaban. El terror despegó sus pies del suelo y pudo dar unos pasos hacia atrás. Al sentir un leve toque en la espalda se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con el Cristo yacente incorporado, con las manos hacia ella y ojos desorbitados.
No paró de correr hasta llegar a su casa sin mirar atrás. Subió las escaleras de tres en tres. Abrió la puerta. La cerró tras ella de un portazo. Deslizó la espalda puerta abajo hasta quedar sentada en el suelo. «No puedo respirar». Cerró los ojos. Oyó la voz de su madre que se acercaba. “Hola hija, te tengo una sorpresa. El pastel típico para este día”. La chica alzó la mirada. La calavera la observaba fijamente.