Muy pocos se atreven a subir más allá de Yamos, y si han vuelto, lo han hecho flotando sin cabeza por los meandros del Itarí. Al menos eso me ha contado Chepe. Lo cierto es que Yamos es un pobre barracón de tablas guardado por tres policías alcohólicos. Si quieres seguir río arriba, te dan un salvoconducto de 15 días, y si pasado ese tiempo te traga la selva, “panita es tu problema”. Más allá de Yamos, el río es un laberinto de furos y restingas que los colonos evitan con temor supersticioso. Es curioso que esos hombres curtidos a golpe de machete se dejen acobardar por un terror imaginario. Y es que según dice Chepe, nadie se atreve a subir más allá de Yamos, porque arriba del Itarí están los mochacabezas.
— Los mochacabezas son gringos — dice Chepe.
Le pregunto qué tipo de gringos, pues por acá dicen gringos a todos las rubios de ojos gatos: gringos argentinos, gringos franceses, gringos australianos... Me dice que quizás son gringos gringos, “pos gastan tecnología puntera”, pero que algunos se han visto de acento charapa.
Chepe acelera el fuera borda, que levanta espumarajos verdes en el Itarí. Se lo he prometido en pago, o no me hubiera acompañado. El sol vertical nos abrasa, y me aprieto el sombrero antioqueño en mi cabeza afeitada. Un barbero gay de Santa Rosa me ha dejado un copetín de lo más hipster. Eso tiene la Amazonia postmoderna: delfines rosados y barberos gays, brujos emplumados y mochacabezas de tecnología extraterrestre. Un papel sale volando: mi salvoconducto sellado en Yamos.
— ¿No ha visto usted las luces ? —pregunta— ¿como estrellitas que vuelan por encima de la selva? Son los mochacabezas. Salen al caer el sol. Si ven a un pescador solito, ¡zas!, le lanzan una luz paralizante y le cortan la cabeza. La sacan enterita con todas sus vísceras, dizque para trasplantes.
No hay una sola nota de prensa sobre estos fiambres sin cabeza, pero todos por estos ríos tienen cuentos como los de Chepe: que si a la sobrina del compadre del cuñado la mocharon la cabeza. Por miedo a los mochacabezas la gente no sale de noche, y para mí que es un rumor de los narcos y los madereros para despejar las trochas. Yo lo que busco son ranas de a 10.000 dólares la pieza, y me va bien la leyenda: arriba de Yamos no hay forestales.
Empieza a caer el sol, y Chepe arrima la lancha a una restinga para colgar las hamacas. Me quito al fin el sombrero para secarme el sudor, y de pronto Chepe grita con los ojos espantados. Miro a mis espaldas esperando una culebra, y siento un golpe de machete. Mi sangre salpica la cara de Chepe mientras me parte las cervicales. Al fin se queda mirando mi cabeza desprendida, y escarba con el machete mi acicalado copete rubio.
— ¡Así que tú eras el gringo, cabrón! ¡Mocharme querías!
Mi cuerpo aún flota en el río con rumbo a Yamos.