Veo como el charco sigue creciendo, lo que significa que mi cuerpo se está vaciando a una velocidad con la que nadie contaba.
Me mira a los ojos, perpleja, completamente fuera de sí, e intentan decirme algo que, de conseguirlo, tampoco voy a entender porque mis oídos han reventado. Noto como lloran.
Cuando los golpes se centran en la cabeza al final todo, absolutamente todo, acaba sufriendo las consecuencias.
Eso que dicen de que tu vida pasa por delante de tus ojos es una mentira de las que te mandan directo al infierno, porque ni estoy sufriendo flashes (si excluimos de la ecuación los que me están ocasionando calambres en las piernas y los brazos, seguramente porque mi cerebro empieza a fallar), ni oigo voces (¿recuerdas lo de los oídos?), ni veo luces que me llevan como a un niño pequeño hasta la meta, o punto de partida. Ya me da lo mismo si es una cosa o la otra.
Completamente igual.
El terror de notar que me estoy apagando se mezcla con la completa falta de ganas de intentar luchar, de tratar de escapar de este agujero donde la persona en la que más confiaba me ha metido con todas mis extremidades atadas con bridas. Sé qué debí haber hecho, que no, y también qué hubiera dado igual, lo que me saca de este suelo, de esta visión (y la hija de puta se pone a llora…madre mía), y me evado para intentar tener en mi cabeza algo bueno, algo puro, antes de irme de este mundo para siempre.
Sí… creo que esto valdrá.
La droga nos sobraba, la suciedad y la falta de cualquier afinidad con el entorno también, y eso nos convertía en seres de luz imposibles de ser tumbados por ninguna de las opciones que tampoco les dábamos a los demás. ¿Teníamos alguna posibilidad para salvarnos de haberlo sabido? Seguramente, no.
Nunca he mentido, así que lo acepto.
Después vinieron los gritos, los golpes, las carreras en dirección a ninguna parte, y, por último, aquello que consigue que nada tenga sentido al tiempo que se lo da por completo: el caos. Uno inmenso, arrollador, histéricamente organizado, y que, como el humo de un cigarrillo lanzado a la cara por alguien que busca pelea, sabes que no trae nada bueno cuando se disipe. Para cuando tengas delante lo que sea que te tiene deparado el destino.
Lo que, en mi caso, es la cara de la hija de puta de mi hermana.
Esa que me prometió que nada iba a pasar, que me trajo a base de empujones psicológicos hasta este lugar donde, “pacíficamente”, luchamos contra no sé qué monstruo que nos tiene atrapadas tampoco sé dónde.
Las carreras, sin preparación, nunca han sido buena idea, y menos cuando la gasolina son golpes y empujones por parte de personas que hacen su “trabajo”.
Me siento cada vez más cansada… más y más cansada…
Creo que me pregunta si la escucho.
Y le contesto cerrando los ojos.