El otoño se adentró en la ciudad.
Desde temprano se escucha, sobre “la mala suerte”. Los programas de radio hablan del martes trece, algunos con sarcasmos, otros le dan chance a sus creencias. Por algo no existen los piso trece, los vuelos trece o los asientos trece.
Este sería el único martes trece del año.
Tomé un café y salí con mi auto deluxe. Hora pico matutina, el transito se pone pesado y reina el mal humor.
Llegué tarde, el edificio central estaba sin ascensor, subí por la escalera para llegar a la oficina. Martes trece, pensé.
Hoy todo parece torcerse…
La negatividad está a flor de piel, Juan de la oficina de control se enojó con la fotocopiadora atascada y la golpeaba, Mariela sacudía el auricular del teléfono para intentar comunicarse, y Armando gritaba a alguien por teléfono para que le pague. Todos parecen haber desayunado martes trece.
No quise ponerle más atención, para no darle poder a la mala suerte, dicen que se expande fácilmente.
Armé planes para salir y cenar con mi amiga. Siempre la pasamos genial, y es un buen amuleto.
Salimos de compras por el barrio colonial y cenamos en un restaurante nuevo de comida exótica, asquerosa, lo que comimos estaba horrendo, parecía de plástico, insípido y lo peor, costosísimo, definitivamente una estafa.
Dejé a Soledad en su casa y de regreso mi auto se empacó, de golpe quedo muerto. “No puede ser… ¡Dios mío!, es imposible, tiene apenas unos meses de uso”.
El celular ya no tenía batería.
Enojada y fastidiosa, salí a buscar ayuda.
No tenía que creer, el miedo no es buen consejero.
Caminé para ver si encontraba a alguien, aunque me alejaba más.
No se veían luces encendidas.
Era una noche lúgubre y neblinosa, la bruma caía y las calles estaban llenas de hojas pero vacías.
Una sombra cruzó el callejón, no pude evitar mirar, un gato maulló de golpe y atravesó la oscuridad.
Unos ojos grandes rojizos me miraban fijo sin moverse, me paralice, sentí un sudor frio por la espalda. El corazón se me salía del pecho, la sangre bombeaba, y mis piernas querían correr, me temblaban las manos, corrí desaforada sin saber a dónde.
Cada vez que miraba atrás ahí estaba con su fijeza, pero la noche se hizo más espesa y no veía ni los ojos perseguidores, corrí desorientada.
En el sórdido silencio escuchaba pisadas detrás de mí.
Los pasos se acercaban cada vez más.
Corría casi sin fuerzas.
La cara me explotaba, mis piernas trastabillaban, tenía que parar, el temblor se apoderó de mí, ya no podía respirar, me ahogaba, tenía arcadas.
Choque contra algo de frente.
Grité, grité hasta quedar sin voz…
Me sujetó fuerte y me sacudió varias veces, “¡tranquila!!” – dijo con voz dura y áspera.
Me volvió a sacudir, estaba ahogada, no podía ni respirar.
Escuché, “No mires atrás, desaparecerá…”