Estaba demasiado cansada para regresar a casa después del funeral. La lluvia tampoco la ayudaba a seguir un camino de carreteras encharcadas y riesgo de largas frenadas y reducida visibilidad, así que cuando vio un desvío con el indicador adecuado no se lo pensó dos veces. La vía estaba mal asfaltada, la señal de tráfico con el dibujo de una cama parecía golpeada a conciencia, pero su cuerpo y su mente se encontraban todavía más maltrechos que esa chapa metálica. No pensó en nada. No se preguntó por qué el hotel se hallaba tan lejos de la carretera, tan aislado del mundo como inoportuno. «Hotel Luaria», tres estrellas. El nombre no era atrayente, pero solo necesitaba un colchón duro y silencio para reactivarse y continuar su trayecto.
«Necesitan con urgencia consejos de marketing», pensó al ver a la anciana recepcionista vestida de negro, con un cristalino lechoso y el pelo blanco recogido en un moño bajo. Así que tampoco le resultó extraño ver el tablero a sus espaldas repleto de llaves.
Subió las escaleras perezosa y acompañada del crujir de la madera, los peldaños quejándose de su presencia. Acompañando sus pasos, los retratos de otro siglo de dos niñas pequeñas. Aparecían en todas las fotos unidas como siamesas, con la mano izquierda de una y la derecha de la otra siempre ocultas de la vista del objetivo, como si escondiesen un juguete o sus manos entrelazadas por toda la eternidad. En una de las fotografías, ambas parecían esbozar una sonrisa de mirada lúgubre y borrosa, como los faros de un coche a través de la niebla. En sus vestidos, bordados con esmero, aparecían sus nombres: Lua y Aria. Aquellos ojos la atravesaban a cada paso, y a pesar del cansancio, se forzó a subir más rápido.
Todavía vestida, deshizo la cama y se metió entre las pesadas mantas. Vencida por el agotamiento, el sopor la doblegó en pocos minutos.
De pronto un ruido, como de pasos apresurados en la oscuridad la sobresaltó, abriendo sus ojos desorbitados a la negrura más absoluta. Pasos cortos que en el enmoquetado suelo sonaban amortiguados pero firmes. El miedo la paralizó cuando los sonidos le llegaron desde ambos lados de la cama. La rigidez del terror tensó sus músculos al notar como las mantas se estiraban a sus costados. Su mano derecha aleteó temblorosa sobre la lámpara de la mesilla de noche hasta encenderla. Lo que vio frente a ella le encogió el estómago. Quiso gritar, pero solo un silbido salió de su garganta.
Las dos niñas de las fotos la miraban con ojos inexpresivos, acuosos, muertos. Y el juguete que ambas sostenían como una sorpresa brilló afilado a la luz de la lámpara, al igual que sus sonrisas dentadas que se abrieron paso a través de sus caras como la apertura de una cremallera.
— ¿Quieres jugar con nosotras?