Encontró la lámpara en el despacho de su padre, mientras buscaba su vieja
pistola del ejército para suicidarse. La desesperación cedió paso a una momentánea
curiosidad y, motivada por su casi extinta fascinación por los cuentos infantiles, la frotó
a la espera de un milagro.
El milagro surgió en un denso remolino de humo cambiante del que manaron
cabeza, manos y un largo cetro ornamentado con joyas. Carecía de torso y sus dedos
flotaban de un lado a otro sin rumbo fijo, alternando el bastón entre ellos. Hablaba en
susurros de varias voces:
—Por haberme liberado de la lámpara te corresponden tres deseos a tu libre
elección. Escoge sabiamente.
—Quiero pesar diez kilos menos —pidió sin pensar—. Para siempre —agregó
atropelladamente.
Era un deseo nacido de la ilusión y no de la razón. Todos la despreciaban por
estar gorda y ella no quería seguir viviendo porque todos la despreciaban. Dejar de estar
gorda era la solución obvia a su problema. El genio asintió con una sonrisa sin dientes y
su cetro comenzó a brillar en colores desconocidos, que la ilusionaron de un modo
extraño. Era un genio, un genio de verdad, y por fin iba a reconducir el curso de su vida.
Acto seguido su pierna derecha estalló en pedazos. No empezó a darse cuenta de
lo ocurrido hasta que su cabeza chocó contra el suelo y se escuchó a sí misma gritar con
todas sus fuerzas. A su alrededor, el despacho de su padre fluía en rojo; gajos de carne y
hueso se deslizaban por las paredes y goteaban desde el techo. Casi instintivamente,
sabiendo que estaba a punto de desmayarse, gritó su segundo deseo:
—¡Devuélvemela! ¡Devuélvemela!
El brillo imposible del cetro inundó sus retinas, llenándola de una nausea
creciente que arqueó su cuerpo hasta quebrarlo desde dentro, angustia líquida
abriéndose paso hacia su boca, destrozando entrañas y órganos. Cuando varios dedos
cruzaron la garganta supo que su deseo ya se había cumplido. Trató de gritar, y junto
con su voz se rompió su consciencia.
Al regresar al mundo de sangre y dolor al que había quedado reducido el
despacho vio que su padre yacía a su lado, con la cabeza destrozada. ¿Acudió al
escuchar sus gritos? Se preguntó débilmente, por debajo del pensamiento consciente,
por qué le había matado, pero de algún modo ya sabía la respuesta. Le había matado
porque no le había pedido que no lo hiciera.
También sabía que no le quedaba mucho tiempo. El interior de su barriga se
estaba derramando bajo ella. Vio que varios de los papeles de su padre habían caído al
suelo, a su alcance. Ni siquiera lo pensó. Impregnó la punta del índice en su propia
sangre y escribió torpemente las que serían sus últimas palabras:
Vuelve a la lámpara.
Él asintió, esta vez sin sonreír, y la agarró de la mano. Y ambos se hundieron en
el interior de la lámpara, rumbo al mundo sin tiempo ni espacio donde moran los genios,
la dimensión de los gritos.