Ahora escribo. Siempre de noche escribo. Mis dedos ya están aplanados en las yemas, los meñiques en los laterales. Reverberan en el aire los ecos de las teclas, con su melodía de plástico. El gato negro otra vez está en la ventana. Me mira. Sus ojos y toda la noche me miran. No puedo dormir, debo escribir. Sé que mientras escriba nada de todo eso sucederá. Él lo sabe y espera. Tiene todo el tiempo que le da la oscuridad; un tiempo de gato, de esfínges y gorgonas, un tiempo forjado en el más allá. Ellos y su tiempo no dudan persisten en el destino; se multiplican en esa espera nocturna, saben que el triunfo es suyo.
El café está frío. Levanto la vista, el reloj de pared marca las tres, ya falta poco. Las frases se anudan, una tras otra, formando un entramado que impide que ellos se adueñen de la realidad. Me quieren a mí, para que deje de escribir. Para que ya no piense la vida. Para devorarme despacio, para que sienta como mis músculos se desgarran, mis tendones se cortan, y mis huesos se astillan bajo sus dientes. Me quieren aniquilar. Su mundo y mi mundo no son compatibles. Ellos son muchos habitando la noche; yo estoy solo, pero no paro de escribir eso me mantiene dentro de la cordura. La música del teclado los debe espantar; tanto como a mí, me espantan sus ojos.
En el reloj ya son las cuatro y media, falta menos. Mis dedos empiezan a entumecerse. La justificación perdura en el relato, a estas horas todo pende de un hilo. Comienzan a desaparecer primero las tildes, luego las comas y por último los puntos. Ya no hay puntuación. No importa. Mientras escriba ellos seguirán allí; mirando desde afuera por una ventana, de un piso diecisiete, que da a la calle Arroyo.
Escucho un estrépito y veo cómo los trozos de la taza se dispersan por el piso de cerámica; unas gotas de café, me salpican la cara. La ventana ahora está abierta y la noche irrumpe a través de ella. No veo al gato. Gotas de sangre se deslizan sobre la barra espaciadora. Unas garras me levantan el cuero cabelludo. Me paraliza el espanto. Las carcajadas arrasan mi mente como una tormenta. La silla se desprende de mí, arrojándome hacia la pared; ya en el suelo veo que mis falanges están rotas. En un intento póstumo, el índice chorreando sangre trata de escribir, algo… que ni yo entiendo.