Odiaban la luz diurna y al amanecer los monstruos se sumergían en las aguas sombrías del océano con prisa de rayo. Entonces te dormías parapetado en la parte alta de la torre, con una tiritona de órdago, abrazado al rifle con el que los repelías, a la vera de la maldita radio que yacía inservible por la porfía del salitre. El bote del barco te había depositado en el islote cuatro semanas antes, con los pertrechos necesarios para subsistir allí durante un semestre y la tarea de comprobar las fluctuaciones atmosféricas de la zona. Estabas más solo que la una, sin nadie en un área de quinientos kilómetros a la redonda, a sabiendas de que aún faltaba una eternidad para que te fueran a recoger. Por la mañana divisabas los cuerpos de los bichos occisos que se pudrían bajo la impiedad del sol, con los dedos enhebrados por una membrana para nadar y los vientres repugnantes prestos para hincharse por el fuelle del calor. Poseían poderosas mandíbulas prognatas, cráneos de brillo carismático y ojos negros como simas recónditas. Reptaban con garbo de lagartija al salir de las olas, pero enseguida se erguían sobre la arena con elasticidad de bípedos angurrientos y comenzaban a olisquear el aire en busca de pitanza. Parecían reproducirse en las profundidades abisales con ritmo prolijo de coneja y, a pesar de los que matabas por decenas, nunca mermaban. Trataban de forzar la puerta a empellones o de escalar a pelo por las grietas de la torre, sin orden ni concierto, emitiendo una suerte de gañidos espeluznantes, pero por el momento los mantenías a raya con la munición que ya escaseaba y pronto se acabaría. Cuando columbrabas tu reflejo barbudo en un cubo de agua, alimentado de latas de conservas, cangrejos despistados y huevos de gaviota robados sin ternura, te topabas con la rabia intacta y el estreñimiento crónico. Te limitabas a aguardar el horror que regresaba de la oscuridad erre que erre, con las manos trémulas siempre aferradas al rifle, naufragado en las marejadas del sinvivir cotidiano. Los días se multiplicaban simétricos y ansiosos hasta que, una noche de lluvia pertinaz, te asomaste al ventanuco que te servía de atalaya y, toqueteando la última bala, viste el brillo húmedo de las criaturas que salían del piélago a intentarlo de nuevo. En ese instante, abrumado por la inminencia de lo peor, te colocaste el cañón del arma en la boca y, tras el siseo del gatillo, sentiste por fin el advenimiento de la paz acompañado de un crac de astillas palatales.
VARKALA