Huelo la muerte. Literalmente. Si la dama de la guadaña achecha a alguien de mi alrededor, su perfume me llena las fosas nasales y en ese instante sé que alguien morirá. Pero no porque sea capaz de olerla significa que pueda disuadirla. Ella nunca se irá sin su presa.
Descubrí mi don —o mi maldición— a los once años, aunque en ese momento no era consciente de ello. Mi abuelo estaba en el hospital y sabíamos que su vida acabaría allí. En la habitación velábamos por él. Sedado, estaba más cerca de irse que de volver. Mientras le cogía la mano me vino un extraño olor a flores. Y digo extraño porque allí no había ninguna flor. Era como de flores secas, marchitas. Lo comenté en voz alta, pero nadie más olía nada. Instantes después, mi abuelo murió. No le di más importancia y ese olor se convirtió en una anécdota, hasta que al cabo de unos años volvió a ocurrir.
Estaba en la universidad, para mí y mis amigas sinónimo de fiestas cada semana. En una de ellas nos encontrábamos en un local sórdido donde el alcohol y las drogas se nos ofrecían como en un bufet libre. Nos habíamos entregado totalmente a la música y al desenfreno del baile y lo que habíamos tomado. El perfume llegó de golpe, como un bofetón en mi nariz, e inmediatamente lo relacioné con la muerte de mi abuelo. Mis amigas creían que algo me había sentado mal, porque las estaba mirando horrorizada. Alguien iba a morir, y me daba pánico que fuera una de ellas. El olor planeó por la sala colándose por todos los rincones, hasta que se desvaneció como si nunca hubiera existido. A la mañana siguiente nos enteramos que habían encontrado un cadáver en el baño.
El perfume de la muerte me ha visitado en contadas ocasiones, siempre con el miedo de a quién le tocará esta vez. La peor experiencia fue la del accidente de coche. Iba sola y un conductor se saltó el ceda y me arrolló. Me que quedé inconsciente, pero antes noté el olor a flores y temí que fueran para mí. No fue así, pero desde aquel día vivo con la angustia de sentir la muerte demasiado cerca. Cuando llegan las flores, la incertidumbre de no saber si la vida sesgada sin compasión va a ser la mía, la de un ser querido o la de un desconocido me provoca pesadillas.
Afortunadamente, hace algunos años que no he vuelto a oler la muerte. Hasta hoy. Estoy en la sala de partos, empujando con toda mi alma, sudando, llorando. Y aquí está. Las flores marchitas han inundado mis sentidos y me marean con su intensidad. No dejo de murmurar llévame a mí, llévame a mí, pero la parca es caprichosa y sus garras de hielo no hacen distinciones. Corta o larga, en su collar de almas caben todas las vidas. El bebé ya llega, y espero el llanto que me liberará de mis temores.