Las Piedras se Mueven
Todo en la naturaleza tiene un orden. Y estoy seguro de que ustedes podrían coincidir conmigo en que, si son personas de ciencia, sin importar cuantas veces lo nombremos, un grano de arroz no es una luna, y la luna no crecerá en los arrozales. Las casualidades, si así las llamáramos, muestran sólo los patrones más comunes de nuestra rutina o de las limitadas relaciones que tejemos para darle sentido al mundo, y la fortuna, o los milagros, esas esperanzas de libertinos y fieles, son sólo una máscara que le ponemos a la causalidad.
Y quizá sería mejor dejarlo así.
Preferiría hacerlo, a pensar en la noche que pase en la sierra, cuando desperté (lo más seguro) de un sueño sin darme cuenta de que lo hacía en el mismo lugar donde el sueño terminaba: recostado en la cama de la cabaña a un lado de mi esposa en nuestras vacaciones en México, viendo hacia la ventana abierta, queda y silenciosa, donde momentos antes una lechuza parda, de un tamaño más cercano al de un cóndor, pero con la cara de una mujer, con profundos ojos negros, se había posado con una sonrisa llena de malicia, observándome solo un instante antes de volar hacia los árboles con un chirrido de notas imposibles que cicatrizó el silencio.
Debo admitir quedar impávido durando unos momentos, hasta que convencido de haber soñado despertar y de despertar medio dormido, me levanté y cerré la ventana a pesar del calor, volviendo a tumbarme sobre las sabanas.
A la mañana siguiente, exploré el pueblo de San José del Pacifico, una zona de interés turístico por la cosecha, venta y uso de hongos alucinógenos, pero aislada por kilómetros de la ciudad más cercana. Mezclada en varios lugares con la vegetación del bosque, que se extendía hacia los rincones mas hondos de la cordillera madre occidental.
Fue en esa caminata cuando me entere de la fascinación que el pueblo tenía por las brujas, las cuales parecían ser una fuente de inspiración para los artesanos locales. Sin embargo, la actividad más enigmática entre todas era la costumbre de apilar piedras, negras, llanas, y corpulentas, unas encima de otras, hasta construir 15 o 20 pilares entre ½ o 1 metro de altura. Al preguntar, me dijeron que si una piedra se caía era algo esperado, natural, que podría pasar con el viento, por resbalarse con la humedad o por el tropiezo de un animal, pero que si todos los pilares se derribaran sería un anuncio de que algo que no era parte del orden natural de las cosas había transitado desde el baile oscuro de las hojas.
Por haber llegado en la noche no me di cuenta de que también habían de estos pilares detrás de la cabaña, y que para el horror de las personas del pueblo, que miraban con rostros trastornados del miedo, estaban las piedras todas desperdigadas y de la forma más extraordinaria, balanceadas sobre la esquina de su filo, como en un canto de moneda imposible.