La mujer portaba una réplica exacta de la espada que, milenios atrás, forjaron Miguel, Gabriel y Rafael. Había encontrado una de las puertas del infierno, la situada en el monasterio erigido sobre un promontorio bañado por dos ríos.
El recinto llevaba casi un siglo deshabitado. No le resultó difícil forzar la sencilla cerradura que pretendía proteger el edificio. Ciertos hallazgos surgidos durante las obras de restauración la habían traído hasta allí.
Con la ayuda de una lámpara minera se dirigió al antiguo claustro en que, tras siglos ocultas, aparecieron las misteriosas escalerillas. Desde su arranque, extendió por el suelo una soga con la medida exacta de un codo de Nippur, avanzándola tantas veces como escalones contó, hasta alcanzar una línea de piedras. Con la empuñadura de la espada fue golpeando suavemente cada una de ellas hasta detectar una leve variación en el sonido. Entonces, con la punta del arma, recitando una letanía en un lenguaje olvidado, recorrió sus bordes; fue como tomar una porción de mantequilla. Los templarios habían hecho bien su trabajo.
El bloque, tras siglos de rigidez, se dejó extraer dócilmente, dejando al descubierto una oxidada superficie metálica, en la que podía apreciarse una pequeña oquedad con una hendidura al fondo. Hundió la hoja y la hizo girar levemente hasta escuchar un inapreciable chasquido. Recuperó la espada y, con sonido sordo, una pequeña porción del suelo descendió perezosamente unos palmos, emergiendo un olor nauseabundo. La mujer vomitó. El espacio era el justo para que una persona ágil, contorsionándose, pudiera penetrar en la putrefacta oscuridad que insinuaba. Sin dudarlo un instante, la joven, se introdujo en el imposible hueco. Más abajo, a eso de un metro, pudo afianzar el pie; con la lamparilla apreció estar al borde de un agujero por cuyas paredes descendían unos mermados escalones labrados. Empujó hacia arriba la plataforma del suelo que, sin resistencia, volvió a su lugar; la mujer sabía que ocurriría así, también sabía que era imposible abrir esa puerta desde aquel lado. Del infierno no se sale.
Caminó libremente entre tinieblas durante días. Conforme avanzaba, los lamentos sonaban más inhumanos y sentía cómo se desprendía de sus últimos vestigios de compasión mientras su cuerpo se transformaba en un ente nauseabundo. Cuando, entre todos los demonios del averno, distinguió al que los demás obedecían, no experimentó emoción. Lucifer permanecía de espaldas a ella, confiado, tal como le indicaron que ocurriría. Lentamente, extrajo de sus harapos la espada y, en una fracción de segundo, atravesó con ella el diabólico torso. De la herida brotaron ruidosos chisporroteos y olor a carne putrefacta quemada. Pero el demonio no podía morir; sólo estaba inmovilizado, y con él su legión de siervos.
Cuando descubrió a millones de almas siniestras escapando de su cautiverio eterno, Pandora Hellfighter comprendió que la habían utilizado. Pronto desaparecerían los efectos de la herida infligida y el castigo que recibiría sería terrible. Después, todo volvería a empezar. Todo aquel mal capturado durante milenios volvía a extenderse por el mundo. Corría junio de 1914.