LA LOGIA DEL SABOR
Cada día comía y cenaba en restaurantes, siempre diferentes, siempre sola. Tenía el sentido del sabor extrañamente desarrollado y probar nuevas delicias culinarias era lo que la llenaba de vida… o de muerte, porque parecía que no sólo alimentaba su cuerpo, sino algo más profundo e inquietante.
Era una mujer espigada, de cabello moreno largo y ondulado que caía orgulloso por su espalda como una furiosa cascada de agua negra. Tenía la tez muy pálida, casi enfermiza, con los rasgos muy marcados. Sus ojos eran grandes, oscuros, penetrantes, e inexpresivos, y su boca estaba dibujada por unos labios casi inexistentes. Por su apariencia, porte y ademanes, se diría que era de alta alcurnia. Alta y añeja. Además, estaba ese poderoso halo que siempre la acompañaba…
Desde el primer día en que la vi, mi curiosidad hizo que la buscara por todos los restaurantes de la cuidad. Fuera donde fuera, ella siempre estaba, como si tuviera el don de la ubicuidad. Mirar cómo degustaba cada plato se me antojaba hipnótico y terrorífico a la vez. Me repelía pero también me atraía, como los polos opuestos. Cada ágape lo recibía ceremonialmente, con gestos rituales, recitando frases en voz queda, salivando y moviendo las aletas de la nariz, como hacen los perros cuando olfatean. ¿Qué le ocurría a aquella mujer? Y, ¿qué estaba haciendo conmigo?
A las pocas semanas empecé a advertir que, además de esa mujer, habían más caras conocidas. Una, dos tres, siete, quince… ¡veinte, treinta! Me asusté ¿Era una broma, una cámara oculta? ¿Cuántas probabilidades había de que coincidiera en un mismo restaurante con las mismas personas? No podía ser.
Una noche, fui a cenar a La Logia del Sabor, un mesón de comida tradicional recientemente inaugurado que ocupaba todo el edificio de un chaflán. Era colosal, con paredes y suelo de piedra, decorado con austeridad pero con la magnificencia de un castillo del medievo. Accedí al infinito salón y su panorama hizo que me flaquearan las piernas. Cientos de habituales como yo se hallaban congregados frente a ella, sentados en largas filas de bancos y mesas de madera . Nadie me miró a pesar del estruendoso jadeo de mi respiración. Aterrorizado, comprobé que comían al unísono siguiendo la misma liturgia de la mujer. Parecía una performance rítmica de glotones coreografiada por ella, la directora, la adiestradora de sus sentidos gastronómicos.
Ya sin aliento, me senté a un extremo de la última mesa. Un camarero me sirvió un plato y, a los pocos minutos, me vi a mi mismo desde un rincón, formando parte del mismo tétrico baile de sabores.