La mosca que se pasea por mi cara me despierta. Me incorporo y miro, sin comprender, a mi alrededor.
El hoyo de una tumba a mis pies me hace pensar que me estaba destinado como alojamiento. Cierro los ojos para pensar qué ha pasado cuando otra mosca vuelve a posarse en mi cara y me hace recordar ese instante en que cerré los ojos, esperando la muerte, y otra mosca, ¿quizás siempre la misma?, se me posó en la cara, dejándome claro que no me abandonarían, siquiera una vez muerto. Después, el grito que interrumpió mi última oración, el ruido de la cuerda al tensarse y mi cuerpo bailando en el aire.
Con pie vacilante y sin esperar a que alguien venga a terminar mi entierro, comienzo a alejarme de la tumba. Ando tres días seguidos con rumbo incierto, finalmente llego a un pequeño pueblo y entro en él.
Atravieso la calle principal, la gente al verme se aleja de mi camino corriendo, sus caras pálidas, para entrar en alguna casa que se cuidan bien de cerrar tras de sí. Yo sigo andando, lo hago de forma maquinal, sin prestar atención a lo que se pasa a mi alrededor.
Llega un momento en que abro la puerta de una casa. Está todo desordenado, las sillas destrozadas por el suelo, trozos de platos rotos por todas partes y la pared del dormitorio manchada de sangre reseca.
Encuentro unas huellas de mano en el muro. Pongo mi mano sobre ella y, aterrado, veo que coinciden. En ese momento tomo conciencia de donde estoy, me vienen los recuerdos de una vida anterior, una vida lejana, lejana pero real.
Lleno de angustia salgo de la casa y camino tan aprisa como puedo hasta estar seguro de que al volver la vista no veré la sombra del pueblo.
Entonces me paro y lloro con toda la fuerza de mi alma, si es que la tengo, si es que jamás la tuve. Lloro hasta quedar vacío y solo con fuerzas para levantarme, arrancar las mangas de mi camisa, unirlas, anudarlas a una encina que crece solitaria en medio de un trigal y colgarme.
Quedo suspendido en el aire, el nudo apretando mi garganta, escucho el crujido de la tela al romperse y caigo al suelo.
Mi desesperación crece y paso el resto de la jornada tirado donde estoy, maldiciendo mi suerte que me obliga a seguir en este mundo.
Largos años pasaron ya de aquél día. He vivido escenas similares con toda persona que he encontrado desde entonces. También he intentado darme muerte infinidad de veces y siempre he fallado.
Ahora, seguro ya de que mi muerte no es posible y de que no hay persona capaz de soportar mi presencia. Me veo obligado a vagar sin descanso por los caminos, las moscas como única compañía. Las moscas que nunca han abandonado mi carne, mi carne de hombre muerto.