La luz de la luna iluminaba el cementerio en una noche fría y misteriosa, como si del ojo de un extraño dios se tratase con su atención fija en el camposanto. Así, en su última guardia nocturna, el vigilante andaba inquieto, moviendo con cautela de un lado a otro su linterna como si esperase ver a un fantasma. Dobló la esquina del camino tras atravesar un viejo panteón y, tras oír un leve ruido, enfocó en la dirección nervioso y empezó a aproximarse despacio por el camino de viejos adoquines escudriñando sus alrededores. Observó las tumbas cercanas y lanzó un aspaviento al ver una de ellas excavada, con un agujero que llevaba hasta sus tenebrosas profundidades. El viento sopló con fuerza y el guardia miró a todas partes asustado. Los árboles se contoneaban y el sonido del viento rozando las lápidas le llenó de pavor, con lo que tuvo que correr hasta su caseta buscando refugio.
Se sentó en su despacho con las manos en el rostro. Una tumba había sido profanada, pero ¿cómo era posible? No había oído nada, ni había visto a nadie en su turno nocturno. Intentando poner en orden sus pensamientos, marchó a la tumba y se adentró en la cavidad buscando respuestas entre la oscuridad. Aquello le empezó a perturbar, porque a medida que indagaba en aquel tétrico asunto podía ver con mayor claridad una aterradora revelación: no era una profanación.
Desde lo más profundo de su ser un miedo inexplicable se apoderó de él. Recordó con pavor cómo él mismo había oficiado en enterramiento de aquel cadáver, el de una joven misteriosa que ahora había desaparecido en la oscuridad, atestiguando aquello su lápida rota y la evidencia del regreso de ultratumba en las marcas en la madera viva dentro del ataúd. Su perturbación se tornó en terror al asolarle repentinamente todo tipo de conjeturas acerca de cómo podía ser posible todo aquello, porque todo indicaba que la difunta había salido de su nicho por su propio pie, terroríficamente, observable por los arañazos internos y una fuerza de voluntad imposible para salir de la fría tierra. Aquello era una demencia.
Salió a toda prisa de aquel cubil tenebroso entre fuertes temblores y la duda en su rostro. Decidido a afrontar la realidad, avanzó por los rincones más escondidos del camposanto buscando las pistas que se le escapaban y que le condujeron irremediablemente a un destino cruel y desalmado: un nuevo cadáver.
Se puso de cuclillas para observarlo. Un guarda de seguridad destrozado por potentes zarpazos bañado por sus propias entrañas, ante lo que, horrorizado, se llevó el brazo al rostro apartando la mirada. Siguió el rastro y avanzó hacia el olvidado mausoleo y, en aquellas tartáreas inmensidades, la vio: una figura encorvada, más bestia que persona entre sucias mortajas, que con terribles risas, le lanzó un trozo de carne ensangrentado mientras continuaba con un siniestro festín humano de muertos recientes.
Un alarido de horror inundó la noche, seguido de un silencio sepulcral.