En el reloj del salón las doce campanadas dan paso a un inmenso silencio que llega a hacerse sólido en la habitación. Carlos y María, acostados ya, contienen la respiración pero, por una vez, ninguna voz irrumpe metálica en la atmósfera de quietud.
Carlos se incorpora sobre el cabecero.
— María, María, ¿estás despierta?
La mujer aparenta desperezarse. El hombre la sacude con las manos, embargado en una sensación muy parecida a la alegría.
— Cariño, ¡no ha sonado! Te lo dije… —alza los puños apretados en señal de victoria.
Aunque Carlos espera una reacción parecida por parte de su mujer, esta no llega. Y tras una pausa, le parece adivinar una lágrima atravesando su mejilla. Hasta que no tiene más remedio que preguntar.
— ¿Ha pasado algo? María, cuéntame.
— La he roto —contesta la mujer con la voz entrecortada.
— ¿Cómo que la has roto?
— La radio. La he roto.
— ¿La radio?
Carlos enciende la luz, visiblemente enfadado.
— Pero… ¿sabes lo que eso significa? —su tono de voz sube al tiempo que su rostro se pinta de tonos rojizos—. Vivimos aquí por esa maldita radio. Mira que te gusta presumir a ti de edificio histórico y de buena zona…
— No podía soportarlo más —se defiende María.
— ¡Joder! Sabes que mi abuela lo dispuso de forma ineludible en el testamento. Sabíamos a lo que nos ateníamos. ¡Lo sabías! Lo dijo claramente. Si optábamos por venir, teníamos que tragar con ello.
— Ya, pero eso era antes de que tuviéramos a Marcos. No ha cumplido un año. ¿Qué clase de niño quieres que se críe oyendo una radio encenderse a la misma hora todos los días? Esa voz, la noticia… ¡Es inhumano! Seguro que ha tenido pesadillas. Es imposible dormir así. ¿Qué puede ser peor?
Una letanía extraña interrumpe la discusión.
«Bienvenidos al noticiero de las doce de este 28 de agosto de 1936. Hoy lo abrimos con una mala noticia. Impera el terror blanco. Esta tarde han sido fusilados…»
Reconocen la voz. Es la del locutor de todas las noches. Pero procede de la habitación de Marcos.
María, con ambas manos sobre la cara, llora.