El lugar no me agradaba, tenía algo de sórdido, pero entré siguiendo el entusiasmo de ella. Y creía haber ordenado una sopa de garbanzos negros “a la mucca”, en cambio lo que el camarero me había traído parecían ser garbanzos bañados en un líquido blanquecino y pastoso. Olía bien, pero no lucía normal. Contrariado, busqué la mirada de mi esposa: nunca me gustaron los restaurantes étnicos, de comidas típicas, porque uno no sabe con lo que puede encontrarse. Y, para colmo, debe pagar caro por la cuota de exotismo. Ella, antropóloga especializada en la cultura prehelenística, me devolvió una mirada interrogativa con sus cejas. Al parecer en el otro lado de la mesita (el diurno) todo marchaba bien. Ana se había pedido un plato de “cigarras gratinadas a la tebana” (manjar de los filósofos presocráticos, nos había ilustrado el camarero), y ahora parecía feliz de masticar su exoticidad bajo receta de excavación. Me sonrió con una patita de insecto enganchada entre sus incisivos.
―Apurate, que se te enfría ―me conminó quitándose con la uña del meñique libre la extremidad del cicádido vuelto gourmet.
―Creí que era una sopa de garbanzos. Pero esto... parecen garbanzos a la crema... ―Lo dije con suavidad, pues no quise que sonara a reproche: ella había ahorrado durante toda su carrera para hacer este viaje a las fuentes de su vocación. Se irguió sobre la mesa para observar mejor mi comida.
―Fijate bien, corazoncito: no son garbanzos ―y con un tenedor rebosante de cigarras rebozadas me señaló el cartel con el nombre del lugar: “Lamucca & sons”, y debajo: “Insectarium pour le haute cuisine”. No entendí la relación. Ella debió traducirme:
―La-mu-ca. Quiere decir “la mosca” en micénico antiguo. Y eso blanco que parece crema batida debe de ser lo que los dípteros regurgitan antes de comer... ¿Te acordás de esa famosa escena de “La mosca”, cuando el protagonista...? En fin, todos los manjares del menú traen insectos, por si no te diste cuenta. A los griegos les encantaban. Yo te advertí en la puerta que esto no iba a gustarte...
Aún descreído, pegué la cara al plato para observar en detalle a mis “garbanzos”, y comprobé que uno de ellos sacudía espasmódicamente sus alitas. No, las leguminosas no vuelan. Alce la vista. Dos mesas más allá un viejo solitario con cara de sapo removía unas larvas (¿la parte de “sons”?) que se retorcían en la salsa. Me vinieron arcadas y sentí conatos de terror (es lo que ustedes esperan, ¿verdad?). Sin embargo, y a perjuicio de la historia, no quise arruinarle la velada a mi mujercita y tomé otra actitud. Ella, que tanto amaba a esta cultura... Si el rey Atreo se manducaba cigarras para el almuerzo, cómo no homenajearlo imitándolo en su gastronomía insectívora... Entonces giré sobre mi silla, buscando al mozo que nos había atendido. Lo hallé acodado contra la barra y le grité, señalándole ostentosamente mi plato:
―¡Camarero, hay una sopa en mi mosca!