–¡No me puedes negar otro Martini! – le gritó Iñaki a la dependienta. Ella no se inmutó.
Estaba ofuscado.
Los ladrillos a la vista de aquel restaurante le recordaban al túnel del subterráneo en el
que estaba trabajando. Le pagaban unas miserables pesetas pero ¿Qué podía hacer?
Estaba harto de trabajar bajo tierra innumerables horas y lo único que necesitaba era otro
maldito Martini. Nadie notaría si tenía unas copas de más y si lo hacían ¿Qué? Se las
tenía ganadas después del susto de muerte que se había dado en ese insalubre trabajo.
Miró en derredor, el restaurante lo intimidaba... ¿Eran los grandes espejos que parecían
multiplicar la penumbra? Odiaba la penumbra...¿Eran los tapices de cuero, tan parecidos
a los que tendrían los vagones de subte prontos a estrenar? No. Era todo, en su
conjunto...
El aroma a bistec lo distrajo por un instante y sintió hambre...
– ¡Quiero otro Martini! – gritó.
La muchacha, de espaldas a él, fajinaba pulcramente unos vasos de whisky sin hacerle
caso.
Las mesitas redondas que veía de manera borrosa emitían una luz tenue de candil, le
recordaban a los faroles que usaba bajo tierra por aquellas largas e interminables horas.
El metro subterráneo debía estar terminado para que puedan inaugurarlo y él TENÍA que
darse prisa ¡Pero las cosas nunca salen bien bajo presión! Y ahora, que el momento de
pánico había pasado, solo necesitaba un trago…
Echó otro vistazo mientras tamborileaba los dedos en la barra : los ladrillos a la vista, los
candiles, los grandes espejos, los sillones de cuero, el ruido de los tacones sobre los
suelos de madera...
–Señorita, por favor…– suplicó.
Trató de extenderse sobre la barra para tocar a la camarera mas esta se alejó alterada.
Fue entonces cuando Iñaki vio su lastimosa imagen frente al espejo entre las botellas de
licor: su cara cubierta de polvo dejaba ver una ramificación sanguinolenta que nacía en su
mollera y desembocaba en su mentón como un temible árbol de la vida vuelto hacia
abajo. Su casco, que otrora fuera amarillo, poseía una grieta que atravesaba la longitud
de su cráneo y desde allí, un hilillo de sangre bajaba como un río que encontró su cauce
en sus fosas nasales; uno de sus ojos, salido de su cuenca, le daba el aspecto de un
hombre sorprendido.
Y vaya si lo estaba.
Se dejó caer en su butaca con el terror de quién lo comprende todo. Su corazón daría
tumbos en su pecho. De haber tenido latidos.
Un artefacto pequeño sonó y la camarera, tomándolo, habló temblorosamente a través
de él:
– Juana, te lo juro, otra vez siento esa brisa detrás de mí, eriza los pelos de mi nuca. La
médium dice que se trata de alguien que murió en el metro hace al menos 100
años…es...¿Te causa gracia? ¡Pues deberías ver como todas las mañanas debo lavar las
huellas de barro y reponer el Martini de la vitrina! –.