Pienso en ti. En tus recuerdos y en cómo se descomponen en un charco de agua densa y barro de sangre coagulada. El más hermoso alimento para los insectos que nunca volveré a probar. El abono dorado alimentará las raíces de los cipreses alrededor del panteón familiar. Las bacterias y los hongos van a coronar con azufre tu corazón callado tras el bello festín servido en bandeja de zinc. La piel moteada de las manos como papel de fumar y los ramos de flores muertas brotarán de las entrañas negras. Pienso en ti, porque es lo único que me queda. Lo último. Tus ojos de vidrio blanco, de mármol hinchado bajo una tonelada de arena mojada. El lodo cubrirá mi último recuerdo junto al último aliento de tu cuello de cisne.
Te abandonamos allí en un día lluvioso, tan gris como fue tu último día, tan doloroso como la última vez que cerraste los ojos. Tan triste como será mi vida ahora. No me quería marchar, y dejarte allí para siempre, sola, enlutada en un manto negro de silencio trágico. Solo puedo dar el paseo más amargo, el camino más solitario bajo un cielo que lanza alfileres sobre la ropa embarrada. Tú, ascenderás cada noche a los cielos del creador, impulsada por el coro de querubines, el tañer de las campanas doradas y el órgano de San Bravo.
No he querido encender las lámparas ni dar vida a los candiles para no espantar a tu fantasma. Me rodeo de la tiniebla absoluta, solo vigilada por el silencio más terrible. Me siento y espero a ver alguna noche el candor de tu vestido blanco en los pasillos de esta casa; grande para los dos, inmensa para mi solo. Una casa tan vacía y tan grande como el abismo que empieza a devorarme desde dentro. Apostado en el ventanal, observo a cada hora el panteón, y espero a que salgas y camines entre los cipreses, que abandones el mundo de los muertos para verte bailar bajo la luna de sangre, para ver cómo le sonríes y enamoras a la propia muerte y cómo a pesar de estar en dos mundos, me sigues amando también.
Pero ya no puedo esperar más, porque no vas a volver.
Barro y astillas bajo las uñas. Descalzo sobre el fango, desciendo hasta el nuevo hogar para poder abrazarte de nuevo. El vestido de nuestra boda, ahora empapado en el espeso amor del hijo que aún esperábamos. Un último beso para apagarme lleno de gozo. La tierra mojada y el mármol me roban el aire que necesito pero que no quiero porque no me permiten estar contigo. En la eterna noche del universo, asciendo de tu mano al trono celestial envuelto en la niebla de mil incensarios. El último miserere lastimero de un alma en pena que ha encontrado por fin su lugar junto a los muertos.