Cada mañana sigo la misma rutina, tan meticulosa que parece que la llevara programada en los genes. Subo la persiana del restaurante despejando así el amplio ventanal que otorga al sitio una vista privilegiada del parque de Las Delicias.
Y allí está él. Con varias décadas a la espalda, su raída chaqueta de pana marrón y una gorra de las de antes, de las que usaban los habitantes de eso que llaman ahora la “España vaciada”. Sus ojos son el reflejo de un ser obnubilado que solo alcanza a emitir un grito que nadie hasta ahora ha logrado descifrar. Comienza con un susurro inapreciable, que aumenta poco a poco la frecuencia para terminar en un grito atroz que dura a penas segundos. Justo después, silencio. Hay quien dice que trata de decirme algo.
La ceremonia se repite cada día en el momento preciso en el que subo la persiana. Con ello han surgido infinitas elucubraciones de entre mis compañeros sobre el motivo por el que el ánimo del viejo se ve perturbado al observar mi mecánico gesto.
“De seguro es un trauma, un accidente en circunstancias similares…”
“Será que le recuerdas a alguien que le hizo daño en el pasado…”
Vagas teorías que no podemos corroborar. Siempre llega y se va solo, ni un nieto o hija vecino o conocido, ha venido nunca a traerlo o llevarlo. Nadie se sienta junto a él. Hay otros ancianos en el parque pero por alguna especie de código que solo ellos conocen y que dudo que hayan verbalizado, este banco, es su banco.
No podría asegurar que lo haya visto moverse. De hecho ya casi se difumina en mi retina como un elemento más del paisaje. Y no habla, eso lo sé. Ese sonido gutural y sordo es lo único que emana de su garganta.
Hoy como cada día desde hace meses, repito el episodio. Y segundos después de que el ventanal se revele ante sus ojos, emerge ese sonido que a alguien ajeno debe ponerle los pelos de punta. No sè porqué motivo, resuena distinto en mis oídos.
Germán, el chico del turno de tarde, se encuentra en la cama con una gripe de caballo por lo que tengo que volver al restaurante sobre las siete.
Es martes y el fin de semana queda lejos. Para las once estoy bajando la persiana y por un momento, me viene a la memoria mi extraño amigo y me brota una leve sonrisa.
Al levantarme veo una furgoneta de cristales tintados que bloquea la puerta y alguien desde el interior me pregunta si está cerrado. Observo mi reflejo en la ventanilla y un escalofrío me recorre la nuca. Tras de mí, el espectro desdibujado del anciano me susurra: Intenté advertirte, lo siento.
Tras un dolor agudo en el abdomen cobro conciencia de lo que ocurre. El tipo del vehículo me ha apuñalado y quitado las llaves del local.
Abro los ojos. Estoy sentado en el banco con mi amigo. Nadie nos ve.