Mientras caminaba hacia el vestíbulo, Sonia lamentó no haberse atrevido a arrojar a la basura los angelotes, querubines y amorcillos de escayola y pan de oro que poblaban las paredes del lúgubre piso.
Abrió la puerta y saludó con tímida cordialidad al hombre y a la mujer que esperaban ante el umbral. Le extrañó que respondieran a su bienvenida dos veces cada uno. Cuando los guiaba por la vivienda, estudió de reojo sus caras de disgusto y sus cuchicheos. ”No lo van a comprar”, pensó con tristeza.
De nuevo en el recibidor, apocada, se atrevió a preguntar:
–Bueno, ¿qué os parece?
Durante unos segundos, reinó un absoluto silencio.
–Sonia –dijo al fin la mujer con embarazo–, debe ser muy duro cuidar de una madre anciana y obviamente senil, pero con ella delante mientras lo enseñas, jamás venderás este piso.
–¿Mi madre? –preguntó Sonia, atónita.
–Ya no tienes que disimular –continuó la mujer–. Parecía tan poquita cosa y tan plácida cuando la saludamos al entrar. Gracias a Dios se ha quedado en la cocina. No sé cómo has podido mantener la compostura ante las groserías y reproches que te ha lanzado. Aunque se nota que llevas la procesión por dentro.
–Acariciaba a esas extrañas figurillas como si estuviesen vivas –recordó el hombre, pensativo.
–Extrañas no, espeluznantes –corrigió la mujer–. ¿Fue tu madre la que les quitó los ojos? Y, no te ofendas, pero ella también da miedo, con el pelo desgreñado y esa bata raída.
–Sonia, está claro que no se puede hacer caso de tu madre pero, ¿por qué repetía que has incumplido tu juramento de guardar esta vivienda para sus hijos? –indagó el hombre.
Sonia expulsó a la desconcertada pareja. Su turbación la había convencido de que su madre, antes de morir, había contratado a aquellas personas para que, si decidía vender el piso, la hicieran desistir con cuentos de fantasmas y el recuerdo de aquel delirante juramento que nunca tuvo la intención cumplir.
Tras cerrar la puerta, apresó una de las estatuillas y la estrelló contra el suelo.
–Pues voy a vender este agujero, quieras o no quieras, vieja bruja.
Tan pronto como acabó de pronunciar esas palabras, una repentina corriente de aire le alborotó el cabello. Sonia levantó la vista. Los niñitos aleteaban sobre ella como una nube de colibríes demoniacos y exhibían sus dientes diminutos y puntiagudos. Ya no estaban cegados, reconoció sobre sus caras mofletudas los ojos ratoniles y malignos de su madre.
–Traed a esa mentirosa –ordenó una vocecilla áspera.
Aterrorizada, Sonia no opuso resistencia cuando las criaturas la sumergieron en el fulgor púrpura que, igual que un corazón, había empezado a palpitar en el interior de la vivienda e infundía una energía frenética al enjambre.
–¡No, madre! ¡Perdóname! –aullaba Sonia.
–Comamos, hijos míos, y alegrémonos porque vuestro hogar está a salvo –celebró la vocecilla.
Los alaridos animales de Sonia, embrutecida por el dolor, se fueron apagando entre aullidos chirriantes y el chasquido de las dentelladas que la despedazaban.