Hasta esa noche, nunca había reparado en ello. En el techo, justo encima de su cama, se estaba formando una figura. No la vio hasta que el contorno estuvo claramente definido, o casi. Una persona, un perfil, un borde que contenía a alguien (a alguien que lo miraba fijamente), aunque de eso se dio cuenta después, cuando los rasgos del rostro fueron pasando de lo sugerido a lo firme, de lo impreciso a lo real.
Noche tras noche, apagaba la luz pensando en el otro, en el silencioso observador que lo tenía a su merced cuando el sueño lo dominaba. Día tras día, volvía del trabajo y le hablaba en voz alta, contándole de la ciudad que el otro sólo podía conocer a través de los ruidos que entraban por ventanas y hendijas. Hablar solo, o casi solo, lo estaba salvando de la locura, o quizás lo anclaba definitivamente en su profundidad.
El otro crecía, se acercaba, se hacía más y más real. El tiempo lo rejuvenecía, cual retrato de un Dorian Gray en reversa, mientras acá el uno, él, el original, resistía los embates de las horas con la fe de saberse acompañado por el otro, su doppelgänger inevitable, curioso y hambriento de novedades y vida.
Con los días, el otro ocupó todo el techo. La madera fue carne y la resina sangre. Del uno nunca se supo nada más. La casa permanece vacía, y el otro duerme el sueño inquieto del ansia por liberarse de las cadenas y los destinos que están escritos con tinta que la lluvia se lleva en cada tormenta.