La última vez que se vieron antes de querer matarla fue en el pueblo, él se había acercado a ella para preguntarle por el motivo de sus lágrimas; ella, entre sollozos, le pidió que por favor recuperase el colgante robado.
Cuando llegó al lugar indicado ya había oscurecido, no se veía ninguna luz en la cabaña. Empujó despacio la puerta, no estaba cerrada, los goznes no chirriaron, la madera no crujió. Había luna llena y su luz se filtraba por las ventanas, sobre la mesa brillaba algo, era lo que buscaba.
En cuanto tocó el colgante algo mucho más fuerte que él lo levanto en el aire y le mordió el cuello. Se revolvió como pudo y consiguió liberarse, trató de huir gateando, pero el pánico le hizo equivocarse y acabó en el lado contrario de la cabaña. Una sombra se recortaba frente al plata de la luna en la ventana, su respiración era un gruñido, pero era la silueta de una persona.
Los pensamientos pasaban rápidamente por su cabeza, ¿cómo podía alguien tener tanta fuerza como para levantarlo de esa manera? En aquella penumbra, identificó donde estaba la puerta y comenzó a trazar la ruta de escape en su cabeza. Debía ser rápido, estaba perdiendo sangre, se empezaba a marear.
Cuando iba a levantarse apareció una luz en la ventana, era un farol, alguien se acercaba. Él se quedó paralizado, la sombra fue retirándose poco a poco hasta un rincón. Se abrió la puerta, el farol llenó de sombras fantasmagóricas la cabaña, era ella, la chica que sollozaba en el pueblo por su colgante robado.
Entendió rápidamente que aquello había sido una trampa, sintió odio y furia por aquella dulce chica que entre lágrimas le había pedido ayuda. Se consiguió poner en pie. Ella, tranquilamente, levantó el farol y abrió la puertecita que daba acceso a la tea. Él se abalanzó sobre la chica, si iba a morir se la llevaría también al infierno. Pero ella soplo la llamita desterrando todas las sombras y desde la oscuridad, algo se movió más rápido que la luz. Hubo un corto forcejeo, un grito acallado por unos dientes.
Tras unos instantes un chasquido rompió el absoluto silencio de la cabaña. La chica volvió a encender el farol, conjurando el retorno de las sombras. Frente a ella había un hombre, iluminó su rostro y le limpió tiernamente la sangre de la boca. Ella sonrió. Él estaba preocupado, como siempre. Solo podían amarse con seguridad la noche en la que conseguía acallar su sed; de lo contrario, ella acabaría siendo su víctima. Recordó la primera vez que trajo a una presa y lo mucho que se había enfadado con ella. Había pensado que estaba loca y que se arriesgaba innecesariamente, sentía que lo mejor era que se olvidara de él.
Pero se amaban, y aunque ninguno de los dos sabía por cuánto tiempo podrían seguir así, eso no importaba aquella noche, ahora tocaba abrazarse y fundirse en uno a la tenue luz del farol.