El bar Welcome era uno de aquellos sitios que desde fuera se ven borrosos. La gente pasaba de largo como si sus puertas de cristal llenas de polvo fueran una anomalía cuántica invisible a sus ojos. Nunca antes me había atrevido a entrar, pero había tenido un mal día.
Al atravesar el umbral la niebla se disipó. Tras ella apareció una barra metálica que dibujaba el movimiento del caballo en un tablero de ajedrez. Al otro lado, habías apenas tres mesas cuadradas también metálicas, rodeadas de sillas vacías. Todos los clientes se amarraban a la barra como si les diera miedo que se los llevara el viento.
— ¿Qué le pongo, caballero? — me dijo un anciano, sin apenas mirarme.
— Un martini seco.
— Yo como mucho le voy a poner un martini, señor...
— Puede llamarme Ramiro.
Me encogí de hombros y entonces el tipo se dio la vuelta, cogió la botella, vertió el líquido y éste desapareció en el vacío de un vaso muy turbio. Me entregó la bebida, todavía sin dirigirme la mirada. No me molesté siquiera en preguntarle si me podía sentar en una de las mesas. Justo cuando mi espalda se apoyaba en el respaldo, las puertas de cristal se abrieron y por ellas entró el que tenía que ser el amor de mi vida. Eché un vistazo a los hombres que colgaban de la barra; nadie parecía haberse percatado de su presencia angelical.
Bajó el escalón de la entrada y su mirada escaneó el horizonte. Fue así como nuestros ojos se encontraron entre la neblina del bar Welcome. Se dirigió hacia mi mesa, con una sonrisa impecable y sin decir una palabra. Le hablé durante horas de mis últimos viajes, le hablé de Kenia, Islandia y Nueva York. Ella escuchaba atentamente, a veces sonriendo, a veces rizándose el pelo con los dedos.
— ¿Cómo te llamas, querida? — le pregunté entonces.
— Mi nombre es Leonor Revilla Clairon. — respondió ella, pestañeando.
— ¿Y puedo darte la mano, Leonor?
— No, amor. Eso lo estropearía todo.
A pesar de sus advertencias, acerqué mis dedos temblorosos a sus manos de porcelana. Pero antes de que pudiera alcanzarlas, Leonor apartó sus brazos como si éstos estuvieran hechos de aire, se levantó bruscamente y desapareció entre la niebla del bar Welcome.
Me pregunté durante días si la volvería a ver. Volví al bar algunas veces, pero jamás la encontré allí. Apenas una semana más tarde, mi abuela murió y me olvidé por un tiempo de Leonor. Fuimos con la familia al cementerio. Contemplamos como un hombre guardaba el cadáver en uno de los nichos superiores como quien guarda una camisa en el armario. La gente lloraba, en silencio. Ahogado por esa nada que me apresaba los pulmones, mi mirada se perdió entre las tumbas que rodeaban a mi abuela. Fue entonces cuando vi aquella lápida que decía: Leonor Revilla Clairon, madre de Ana y Julia, esposa de Ramiro. Barcelona, 1847.