Mi ensimismamiento fue reventado con inesperada vulgaridad por una suerte de puñetazo en mis narices. Solté un grito estúpido que la bóveda del túnel reiteró de humillante manera y volví a fijar mis ojos en la realidad. Me había chocado contra la puerta de la bifurcación. Aquella puerta de acero colocada sin cuidado en un punto asimétrico de la pared de cemento. En ningún momento desvié mis pasos del túnel principal, puedo asegurarlo, empero, allí estaba, delante de la extraña puerta al final del giro. Y estaba entreabierta. Entonces, entonada sin ganas desde las profundidades del túnel, al otro lado de la puerta, lo escuché. La antigua elegía sin alma, los versos de vieja oscuridad. Una Oda al vacío. La música más maligna del universo, que no habla de Satanás, que no es más que una invención de los cristianos, sino de la oscuridad. De los números malditos, de la matemática inversa, de los conceptos inextricables, del terror de las formas y los patrones concretos. Del lugar de donde vienen los demonios reales, del Vacío. Sentí ese terror agudo que hace que se te ponga la piel de gallina en un suspiro y te quema por dentro el alma, como si antes que tu cerebro fuera tu cuerpo el que siente el horror que te atrapa, un horror previo a toda divagación o conclusión, un horror pretérito, ignorado pero temido desde el nacimiento. Me embargó entonces una pesadez de miembros como una ducha de plomo negro. Había un sinfín de voces sincronizadas que surgían de algún lejano punto en los intestinos del túnel y cuyos ecos llegaban inicuos a mis oídos en el umbral de la puerta, unas voces femeninas sobre todo que realizaban aquella terrible plegaria en la más absoluta oscuridad. Y era aburridísima. Qué vergüenza, escuchar aquellas voces enfermas elevar en el aire cargado aquellos equivocados cánticos. El escarnio y el terror se infiltraron en mi piel de la forma más exquisita y atroz. “¡Phi! ¡Pi!”, decían. “¡Os!”, en sílabas largas y átonas, disonantes y sin gracia, sostenidas hasta el tedio. “¡Or! ¡Soc!”. Las sílabas ascendían en la oscuridad y engomaban el techo de una resina de sopor repugnante y maligna. “¡Aur! ¡La! ¡E! ¡Ma!” Un determinado giro en la melodía me produjo al instante el vómito y me paralizó un lado del cuerpo. Aquellas raras notas y aquellas sílabas imbéciles llevaban grabadas en mi hipocampo desde el nacimiento del primero de mis antepasados, desde la explosión de la primera estrella cuyo polvo formó al ser humano. Eran parte del código del universo, y mis células, mis propias mitocondrias, las reconocían con saber atávico. Me mordí la lengua al escuchar una característica vibración en el timbre de las voces masculinas al pronunciar un “¡ni!”. Algo estaba siendo alabado aquella noche, quizá todas las noches se repetía el mismo lamento grotesco y desenfrenado. “Phi…” Traté de entonarlo lo mejor que pude, y preparando el “pi” siguiente, avancé en la oscuridad para unirme en aquel cántico a mis nuevos hermanos.