Trataba de cruzar la inmensa explanada de una manera veloz. Corría
como si lo hiciese sobre una línea recta imaginaria. La explanada era de
colores y él se paraba cuando encontraba un color parecido a su cuerpo y así
quedar camuflado; allí permanecía unos instantes, completamente quieto.
Pero pronto el terror por el miedo a ser advertido quebraba la línea e
imaginaba otra hacía la derecha o la izquierda por la que corría con la misma
velocidad y linealidad hasta encontrar otro color más parecido a él.
Nuevamente el miedo a ser destruido lo hacía volver al punto de partida,
donde el límite de la explanada chocaba con un muro y en esa línea de
intersección permanecía parando, comprendiendo que nada más podía hacer
para salvar su vida. Pasaba completamente desapercibido, menos para mí,
que observaba sus movimientos desde el principio.
Me preguntaba: ¿por qué sentía terror? ¿por qué buscaba
desesperadamente sobrevivir? ¿por qué huía buscando un lugar seguro? ¿por
qué tenía aquel extraordinario sentido de intuición si no podía ver como yo
lo seguí con la mirada? Ningún ser humano hubiera podido ver a otro al
menos mil veces mayor que él, ¿por qué sabía que un gigante observaba sus
movimientos?
Sentí admiración por aquel ser, hubiese querido dejarlo vivir, pero tenía
que matarlo.
Pensé en cómo hacerlo ¿con una gota de agua, ahogándolo?
Tampoco quería prolongar su sufrimiento.
Lo más rápido sería aplastarlo.
Necesité un poco de papel higiénico para introducirlo en la intersección
entre la explanada y el muro, pero él, inmóvil, se arrimaba tanto al muro que
ni aun así podía destruirlo. Mi angustia crecía, veía que se aferraba a la vida,
buscaba permanecer en ella y lo hacía de la manera más inteligente que nadie
pudiera imaginar, utilizando sólo su mente, pues no tenía ninguna otra
herramienta. Pero yo tenía que matarlo, me podía hacer daño. Se podía
introducir en mi cama, transmitirme alguna enfermedad. No sé qué hacen los
lepismas, pero por si acaso. Como iba a dejar a aquel bicho corriendo por mi
casa, por minúsculo que fuese, era una amenaza para mí dejarlo vivir, tenía
que aplastarlo.
Mi inmensa fuerza bruta sobre su proporción estaba obstaculizada por su
inmensa inteligencia también desproporcionada a su tamaño.
Pues ganó su inteligencia y me fui con mi fuerza bruta. Cerré la puerta
del baño y me dije: vive, por ésta que pase, pececito plateado.