Escondido bajo la cama, aguarda. Intenta serenar la respiración agitada para no evidenciarse en medio del silencio nocturno. La luna ingresa por la ventana de su habitación y forma un rectángulo blanco en las maderas del piso. El piso de madera y él allí abajo. Él, tieso, rígido. Su intento por ocultarse parece meramente un cliché. Un refugio habitual en tiempos de escondites infrecuentes. Debajo de la cama es el primer lugar en el que se busca, de la misma manera que es el primer lugar que se elige para ocultarse. Las pelusas del piso cosquilleando su rostro. Y él allí, en las tinieblas aguardando inmóvil, intentando hacer caso omiso a los sonidos de mordidas que se escuchan a su lado, bien cerca de la pared. Al principio se trataba de chirrido mínimo pero luego empezaron los ruidos de mascar y tragar. También comenzaron los jadeos y resoplidos. En la estrecha negrura bajo su cama de plaza y media sabe que no está solo. En la negrura total, omnipresente, hay algo más. Allí las pupilas nunca se acostumbran. Cada segundo que transcurre piensa en las terribles opciones con las que cuenta para elegir. Se encuentra en la dicotomía entre salir del escondite y quedar a merced de quienes ingresaron por la fuerza en su casa para robar o permanecer en su guarida compartida con algún monstruo nocturno. Por un lado, la angustiosa sensación de asomar la cabeza y descubrir que lo están esperando, silenciosos, en las sombras que se forman al costado de la ventana. Y, por otro lado, la certeza de que bajo su cama habitaba alguna fiera hambrienta, por eso evitó siempre mirar en aquel espacio tenebroso. No es al primer niño que le sucede esto. Esa sensación de presencia, de algo latiendo. Desconoce lo que es, lo que está comiendo y las cantidades de alimento con los que cuenta; es algo que no desea averiguar. Allí está él, escondiendo su aliento y sus signos vitales, rozando con sus yemas las líneas que dividen las tablas del piso, oliendo la humedad y el aroma animal. Él, simulando ser un mueble o un par de pantuflas, pensando en la bestia, aguantando para no orinarse. Lo único que desea es que aún reste suficiente ágape para mantenerla entretenida hasta que todo termine. A Michel no le causan horror los sonidos de dientes desgarrando, ni la velocidad con la que engulle, ni siquiera la respiración excitada de la criatura. Lo que realmente le aterroriza y angustia son los intervalos silenciosos que se producen luego de cada dentellada.