La plaza del 2 de mayo está desierta. Y llueve. El agua empapa los coloridos columpios que, como testigos estáticos, contrastan con el gris del cielo. No hay un alma en las céntricas calles de Malasaña, normalmente atestadas de turistas y locales. Tampoco en ese parque donde las risas infantiles suelen envolverlo todo. Hoy no.
En medio de esa soledad artificial, sentada sobre el tobogán, sus largas trenzas rubias le caen sobre la espalda, los volantes de su vestido se mueven ligeros, su encantadora manita sujeta con fuerza una amapola que contrasta con el día oscuro, negro. Las gotas resbalan por su rostro pueril de mirada profunda...
El ruido que hace al chocar contra el suelo es perturbador.
Hada se desliza cautelosa, los ojos azules llameantes, con la curiosidad infantil intacta, casi genuina.
Se arrodilla sobre la hierba húmeda. Huele a tierra mojada, podrida, de esa que reclama lo que es suyo. De las cenizas a las cenizas, del polvo al polvo.
El pájaro, malherido, mueve ligeramente un ala, con el lodo que palpita anhelante bajo su cuerpecillo inmóvil. Un rescoldo de vida trata de abrirse paso, pero Hada es más rápida. Tras coger un palo del suelo, lo introduce en el ojo del animal hasta que la muerte llega acompañada de un rumor... que cruje como la madera vieja y carcomida bajo la que habitan los gusanos.
Los graznidos se apagan, como marchita se vuelve la flor que aún descansa en su mano libre. Adiós. Precisamente, Dios debería rezar hoy.
En cuestión de segundos, el cielo se desploma. No solo es agua lo que mana del cielo. Una decena de pájaros caen muertos alrededor de la pequeña Hada que, impasible, pasea su mirada inexpresiva ante tal espectáculo de la naturaleza. Ahora, tiene cosas más importantes de las que preocuparse.
Empuja con fuerza el portalón de madera de la madrileña calle Pez y accede al interior de la construcción castiza, cuna antigua de corralas y patios comunales. El viento susurra, vuela por las escaleras, resopla, aúlla desbocado. Pero hay algo más, otro sonido. Hada camina resuelta, acercándose poco a poco a la fuente de ese ruido desalentador que se intensifica, que acentúa su presencia a cada paso que la pequeña da.
Abre la puerta. La ventana está abierta, alimentándose del exterior, dejando paso a ese viento furioso que hace que el cuerpo inerte de su hermanito se balancee en la soga, golpeando contra la pared sus pequeños pies.
Papá y mamá descansan en el sofá, cerca, con las cabezas muy juntas, ante la televisión: ojos que miran sin ver, las bocas abiertas en una mueca macabra, como de sorpresa, las ropas empapadas en su propia sangre.
La nena no se ha portado bien y lo sabe. Hada los mira con desprecio.
Tiene hambre, es casi la hora de cenar. Y ya no tiene con quien jugar... O quizás sí.
"Hoy teníamos reserva en Lamucca", se dice mientras sonríe.