El cristalino es de las pocas partes de nuestro cuerpo que no cambia a lo largo de nuestra vida. No se queda enroscado entre los dientes de los peines, ni en las toallas, como los pelos, ni se renueva cada poco tiempo, como las uñas, o la piel. El cristalino es lo que nos define: lo que guarda los secretos húmedos de nuestra memoria.
Después del transplante, los médicos dicen que puedo hacer una vida normal. Pero desde el día en que me desperté con los ojos de ese tipo, he dejado de ver las cosas como antes, y tengo que aguantar esa mirada, que lo tiñe todo de rojo: el cielo rojo; la carretera roja; el volante rojo. Porque con mi cristalino se ha pulverizado mi memoria y solo veo este techo que me aplasta; esas manos extrañas, más anchas que las mías, que sudan dentro del traje de lana, tan estrecho, que no quieren desabrocharme el botón superior de la camisa, que me ahoga. El recuerdo de esa mujer, con las uñas pintadas que sujetan el vaso de mezcal; su risa de hiena durante toda la noche; los dientes que muerden la naranja; y luego, la carretera donde no veo nada, hasta que aparecen las luces blancas del coche.
Ese tipo se ha llevado la mejor parte, y ahora descansa tranquilamente bajo tierra, ciego, sin que nada le moleste. Mientras yo tengo que ver como los gusanos me recorren los dedos, sentir la arcada del mezcal, la falta de aire en los pulmones, los labios cosidos entre sí, sin poder gritar: para que me saquen de este agujero. Hasta que me decida a acabar con esto de una vez por todas, y me despegue sus ojos de la cara con una cuchara caliente, para tirarlos en la curva de la AP 46 en la que empezó mi desgracia, y que las motos los aplasten, como a dos cucarachas; y se queden pegados como una papilla viscosa y sanguinolenta a las ruedas de los coches. Solo así dejaran de molestarme y podré salir de este ataúd.
Maldita suerte.