Abrí la puerta y pulsé el interruptor, pero la casa siguió a oscuras. En el espejo del vestíbulo vi un arañazo metálico. Cuando accioné la clavija del diferencial, todo se iluminó. Descubrí que la muesca brillante era el reflejo de una aguja clavada en el marco de la puerta. Ignoraba que hacía allí. Pensé en mi madre, que tenía por corazón un acerico. Tal vez estuvo repasando alguna costura, y al salir, para no entretenerse, la clavó en el marco de la puerta. Intenté sacarla, pero se me resbalaba entre los dedos. Lo dejé, era demasiado tarde, al día siguiente emprendería un viaje de trabajo. Pasé la noche inquieta. Mientras sonaba el despertador escuché murmullos de la aguja, pero no pude retener las palabras soñadas. Seguía clavada en el mismo lugar, no la toqué, mi madre la sacaría. En el tren, recordé un objeto antiguo y olvidado: una caja con otra dentro, donde guardaba agujas e hilos; la aguja del número siete, la reina, la de hacer vainicas, con la que bordaba durante el verano. De vuelta al colegio, la prendía en un trocito de tela azul. Así guardada, como relicario en una cripta, llegó al cementerio que es mi casa.
Mientras viajaba de ciudad en ciudad, de hotel en hotel, de conferencia en conferencia, el recuerdo de la aguja se desvaneció. A mi regreso, todo era normalidad. En el marco de la puerta no había nada clavado, la casa limpia, las macetas húmedas. Hasta el calor sofocante parecía normal.
Entré en el cuarto para abrir la ventana. Al intentar correr las cortinas noté que los paños estaban cosidos formando un tapial. Lo mismo con los estores y visillos de las otras ventanas. Tuve un presentimiento pesado como la culpa. Recordé el último mantel, los hilos desenhebrados, el pétalo a medio terminar. Busqué la caja que encerraba a la otra caja, el carcelero que custodiaba a las agujas. Del trapito azul faltaba la aguja del número siete. Las demás estaban revolcándose por la superficie metálica. De pronto, como una nube de insectos, escaparon de su prisión.
He sentido cada puntada con el que han sellado mi brazo izquierdo a mi costado, han unido mis piernas y tejido una membrana de murciélago entre mis dedos. Meticulosas, organizadas. Solo la aguja número siete trabaja en solitario. Ha cerrado mis esfínteres con una vainica doble y mi boca con punto de cruz. Soy un tronco con un brazo. Con él escribo y tal vez con él me pueda salvar.