Reprimo una sonrisa mientras estudio el océano de oro y ceniza que me aguarda más allá del amparo de la fachada que se ha convertido en mi fiel escudero. Los chorros de luz amarillenta que se desgajan de las farolas sembradas a lo largo de la calle se antojan charcos de orín y los resquicios neblinosos diseminados a su alrededor posibles trampas mortales. Estoy de caza y un predador sabe ser paciente.
Es noche cerrada, pronto para mí, tarde la dulce muchachita que deambula a escasos veinte pasos apartada del rebaño por culpa de su móvil. Cabello sedoso, piel cobriza, rostro difuminado, vestido volátil. Así es ella.
Sí, mami, sí, ya voy para casita para que me acunes y me protejas y me mimes y me consueles.
¿O no será así?
Mamá, mamá, que estoy a salvo. Aquí no hay monstruos. En esta calle no hay nadie más y cerca hay una avenida por la que todo el mundo. Ellos sí son peligrosos, pero, ¿aquí? ¿Qué me va a pasar?
Amplío la sonrisa ante mi propia caricatura de su voz que me llega como un quedo rumor. Veinte pasos, solo; veinte pasos, demasiados.
La miro, pero es cómo la imagino lo que me enciende: el rostro de una jovencita que se gira confusa al primer roce en su hombro, luego, está asustada, luego, dolorida, luego, indefensa. Un puñetazo, ¿qué digo?, una bofetada y sus lágrimas se fusionarán con un chorretón de sangre de la nariz rota; un agarrón y la tendré postrada a mis pies; un estirón y sus ropas, por fin, harán honor a su deber y saldrán volando.
Incluso con los ojos cerrados apercibo sus menudos pechos, su suave vientre, su entrepierna virgen latiente a la espera de mi mano… y de mi polla. Un tren de tensas emociones cruzará su semblante sin que su largo cabello dorado baste para ocultarlas. Sus ojos vivaces se cuartearán y marchitarán con mi primer empujón. Y entonces…
¡Música, maestro!
La tendré llorando, suplicando. La sujetaré con una mano mientras me recreo en su fracasada rebeldía y, así, mientras solloza, mientras tartamudea, mientras patalea… me la voy a follar: una, dos, tres veces. Esta noche tendrá algo nuevo que contarle a su mamaíta.
Mami, mami, esta noche me ha pasado algo…
Mis pies son ligeros y silenciosos, los dedos se me curvan en una garra, tengo la polla dura y bien armada… Y salgo disparado en su busca. Es mi momento.
De espaldas a mi acecho, enganchada a su estúpido teléfono, no me oye, no me ve, no me siente. ¡Ven, cariño, ven a mí! Apenas toco su hombro, el cielo se vuelve de color gris asfalto, las ventanas de los edificios colindantes se ponen del revés y su cara adquiere la forma de un cilindro de acero de boca amenazadora.
─Estás arrestado, cerdo ─dice alguien en alguna parte.