Encontrarán todos mis datos en la pista 3 de esta grabadora.
En los 90, fui corresponsal de guerra en los Balcanes. He conocido el horror en estado puro: desde la masacre de Vukovar, en Croacia, hasta el genocidio de Srebrenica. En los territorios de la antigua Yugoslavia aprendí, con espanto, que el infierno existe.
Después de la guerra, mi trabajo como periodista ha estado dominado por una sola obsesión: entrevistar a cuantos serbios pudiera encontrar para tratar de entender por qué aquellos hombres y mujeres habían sido capaces de perpetrar, con indeferencia animal, los horrendos crímenes de los que yo, en parte, había sido testigo. Durante los últimos diez años he pasado más tiempo en Serbia que en mi casa.
No sé exactamente cuándo tuvo lugar mi última entrevista, porque he perdido la noción del tiempo. Sé que yo estaba en la ciudad de Pirot, no lejos de la frontera con Bulgaria. Me había acercado al ‘Циркус звезда’, el 'Circo de las Estrellas', para recabar opiniones también del mundo del espectáculo. El director del circo me dijo que podía hablar con Bogdan, un funambulista, o con Jelena, la domadora, porque a ellos les gustaba charlar con gente de Europa occidental. Preferí a la domadora, aun sin haberla visto.
Jelena parecía una estrella del porno que hubiera pasado toda su vida en un convento de clausura: alta, bellísima, rubia más allá del platino, con unos ojos entre amarillos y verdes, como el color de los ojos de los tigres que domaba, sus pechos amenazaban con hacer saltar los botones de la blusa y sus muslos de sirena transmitían al caminar unas vibraciones que electrizaban el aire, pero era dulce y risueña como una novicia. La invité a cenar en un restaurante del centro y ella me invitó después a la que me dijo era la casa de sus abuelos.
Era un caserón de ladrillos desconchados, en un barrio viejo de la ciudad. Ya antes de abrir el portón nos besamos con la urgencia del hambre.
- Besas como si fueras a comerme – le dije.
Ella se rio, me cogió de la mano y me condujo por un ancho pasillo de mosaicos azules. Bajamos por una escalera de caracol que conducía a un sótano.
Jelena encendió varios hachones, grandes como cirios pascuales. A la trémula luz de las velas descubrí una cama alta con dosel y cortinas de terciopelo negro.
Idiota de mí, me dejé sujetar con grilletes a los barrotes de la cama. En su posición de amazona a horcajadas, la domadora tenía un joder rítmico, lento unas veces, frenéticamente acelerado otras. Desde la melena traslúcida a la seda dorada del pubis, su cuerpo se agitaba en violentas oleadas y ondulaciones de contorsionista.
El primer mordisco me lo dio tras el primer orgasmo: me arrancó de cuajo media oreja. Estoy muriendo desangrado. Después de cada polvo, me clava los dientes, mastica mi carne y se va. Noche tras noche. Corto y cierro. Oigo que está bajando las escaleras.