Eran sobre las seis de la tarde de un jueves cualquiera, un chico cualquiera en una ciudad que no vale la pena mencionar, que con su mano para mi coche y me pide que le lleve a un sitio a cuatro horas de allí. Supongo que tendría unos treinta y tantos años, no lo vi importante, al final sería solo un día más. No habló demasiado, nos dispusimos a oír la música de la radio y usaba su móvil. Yo le miraba de reojo. Veía que se marcaban en su piel pálida las líneas de ese color particular que tienen las venas cuando unos extraños pensamientos me atacaron. Mi corazón latía fuertemente, tanto que pensé que me delataría, sentía por mi frente caer sudor frío y la garganta muy seca. No podía dejar de verle, algo en mí no paraba de crecer. Respiré agitadamente, pensaba que estaba mal sentir eso que sentía, pero algo me decía que estaba bien, de igual manera, intenté centrarme en dejar al chico donde debía, pero su voz me sacó de mis pensamientos.
-¿Puedes parar? Tengo que mear.
Me detuve y al escuchar el sonido de la puerta cerrarse me empezaron a temblar las manos. Ansiedad. Respiré profundo.
Es ahora, pensé. Lo vi alejarse un poco más entre los árboles y como si no tuviera control de mi cuerpo, salí del coche, busqué la cuerda que siempre llevo por emergencias y me acerqué a él despacio, en silencio, pero sin nervio alguno. Cuando ya lo tuve frente a mí me abalancé hacia su cuello y lo ahorqué hasta dejarlo inconsciente, con una habilidad que no reconocía de mi, pues no lo había hecho antes. Pero no, no quería matarlo, aunque no me creas. Me adentre un poco más por una bajada llena de grandes árboles, donde sabía que no seríamos molestados. Le até los pies y ambas manos separadas, así estaríamos más cómodos. Lo miré lentamente aunque la ansiedad me estaba matando; una sonrisa se dibujó en mi rostro cuando de mi bolsillo saqué aquella navaja que hace años había sido un regalo, hundiéndola con cuidado desde un poco más arriba de la muñeca izquierda hasta que la piel dejara al descubierto lo demás. Me sentí maravillado de todo aquello, hasta que en un movimiento brusco mi mirada se posó sobre la suya. Aquellos ojos llenos de terror nunca podrán salir de mi mente: era arte.
Sus gritos desesperados mientras yo le quitaba una a una las uñas solo alimentaban más mi morbo, el ver como cada poro de su cuerpo se veía alterado me llenó más que cualquier otra cosa. No paré, y fui desprendiendo la piel que quería permitirme. El charco de sangre se hacía cada vez más grande y su voz se oía menos, hasta que de pronto ya no soportó más. Y aunque no quería, no pude quedarme yo solo con ella mágica vista, fue entonces cuando me entregué a la policía con una sonrisa.
Y lo haría de nuevo.