Los cascabelillos de la vieja carreta se volvieron música que invitó a los pasajeros a dormir profundamente.
El viaje sería largo y el cochero les había repetido -varias veces- lo aconsejable de descansar mientras pudieran: “cuanto menos tiempo despiertos, mejor”. El zangoloteo de la marcha se había vuelto un estupendo remedio contra la ansiedad que produce en los viajeros, atravesar ciertas zonas descampadas, o demasiado arboladas, en medio de la noche. Fue así que el matrimonio Carper no pudo testificar a la hora de la verdad. Juraron y perjuraron no haber visto ni oído nada. Llegaron a argumentar que quizá habrían sido víctimas de los encantos, tal vez hechizos, de algún siniestro brujo habitante de los caminos. Lo cierto es que al infortunado conductor lo habían asesinado sin un mínimo de compasión. El anciano de setenta y seis años solía transitar, en las horas más oscuras, enmarañados senderos repletos de piedras, árboles caídos y tormentas inesperadas. Esa mañana yacía dentro de un ataúd de la peor clase; con su cuerpo entero a primera vista, pero perfectamente diseccionado a la altura de la cintura. El mérito de que la pieza luciera indivisa se lo llevaban los aprendices de cirujanos del pueblo, que con sus agujas e hilos infectados unieron con groseras costuras las partes, que en algún momento, respondieron a las órdenes del mismo hombre.
Los forenses clasificaron de “hachazo” el modus operandi, y la carpeta del viejo guía pasó a quedar primera sobre la abultada pila de casos con la leyenda: “Sin rastros de sangre”. El matrimonio Carper quedaba así libre de culpa y cargo.
El cajón se cerró. Y el dictamen brilló por su ausencia. -Otro crimen sin resolver, mascullaba entre dientes el comisario, harto de toparse con casos que no llegaban a ninguna parte. Liberados, los Carper se aprestaban a tomar el camino inverso de aquel que los había envuelto en la peor de las pesadillas. Esta vez sería de día, y escoltados por una segunda carreta al mando de la policía.
Ya a mitad de camino, el calor era insoportable y programaron una parada en la laguna para refrescarse. Los dos guardias y el conductor invitaron al señor Carper a quitarse la camisola y sumergirse en el agua fresca y cristalina, mientras que la esposa remojaba sus pies desde la orilla. Romeo Carper se sentía exhausto y aceptó a condición de que los tres hombres lo acompañaran. Estos asintieron sin reparar que el agua mojaría sus ropas blancas, dejando a la vista el cinturón de cicatrices que los aprendices de cirujano habían cocido con hilos y agujas infectadas.