SUSURROS
El viejo bar de la esquina, una vez más, era testigo de nuestras charlas y anécdotas al final de otra jornada laboral.
Nada particular. Más allá de compartir tragos y alegrías, de algunos escarceos amorosos y burlarnos, por cualquier sencillo motivo de quienes entraban al bar, normalmente nada iba más allá de una bulliciosa despedida nocturna en el estacionamiento.
Pero aquel viernes fue diferente. Un viernes que nunca pude borrar de mi memoria.
Eduardo, el siempre jacarandoso Eduardo, súbitamente, comenzó con una inexplicable sucesión de espasmódicos, casi histéricos gestos. Parecía querer ahuyentar inexistentes zancudos o moscas de los alrededores de sus orejas.
Lívido, como nunca antes lo habíamos visto, lanzó una mirada estremecedora, aterradora, capaz de petrificar hasta al más incrédulo.
—¿Escucharon?
Gritaba. Un ilimitado pánico marcaba, sin piedad, su usualmente risueño rostro.
Escasos segundos después, aquel silencio sepulcral se transformó en una sonora carcajada general. Tal grado de severidad, viniendo de Eduardo, no resultaba verosímil. Parecía otra de sus eternas chanzas.
—¡En serio, amigos!... Alguien, algo, me ha susurrado al oído que pronto moriré, que moriré trágicamente ¿De verdad no lo escucharon?
Puedo recordar que a aquellas palabras siguieron una o dos rondas más de tragos.
También que Eduardo el resto de la noche no sonrió de nuevo, preso de un siniestro tormento y que, luego de varios años, aquel viernes otra vez fumó.
Más aún, que luego de días de convertirse en un ser taciturno, retraído, fue encontrado ahogado en la pequeña laguna del parque infantil cercano. Él, insigne nadador, ahogado en aquella diminuta charca en la que niños de seis o siete años lograban caminar sin que el agua sobrepasara sus hombros.
Simple casualidad, pensamos. Y así parecía. Así pareció, durante meses.
Adela, la voluptuosa y deseable compañera de trabajo y tragos, pidió el usual daiquirí de “sorpréndeme”. Retaba así, siempre, al barman y sus tan exquisitas como exóticas mezclas de sabores.
Había hecho caso omiso al susurro de hacía tres, cuatro días. Hasta hacía mofa de ello.
El susurro que le advirtió moriría por no respirar.
Con provocadora y juguetona sonrisa, sorbió con suavidad. Disfrutaba, con sereno deleite, las fruticas que adornaban el daiquirí.
Algo pareció atascar su garganta. Intentó toser, le resultó imposible. El vecino de barra golpeó su espalda, primero con delicadeza, luego con vigor.
Nada lucía capaz de finalizar el agobiante sufrimiento de Adela quien, procurando atrapar un mínimo de aire desgarró sus ropas justo antes de caer, con estrépito, contra una de las pequeñas mesitas del bar.
Aquellos lacerantes ojos de horror parecían mirar de frente. Nadie fue capaz de desviar la vista hacia sus apetecibles pechos, ahora descubiertos.
Alberto, Nina. Sara, Roberto. Todos murieron en extrañas y brutales circunstancias luego de tres a siete días del escalofriante susurro.
Ya no era casualidad.
No regresé a la empresa. Huí de la ciudad y del país.
Con el más discreto escándalo del terror, hoy regresó. Todo mi ser parece explotar con el susurro:
—Es tu turno.