El hombre entró corriendo en la ermita. Era noche de tormenta y al abrir la pesada puerta de madera, una ráfaga húmeda y helada acompañó al visitante. Hacía más de tres décadas que nadie hacía uso de aquel lugar sagrado para nada que no fuese beber, hacer pintadas o darse besos en los días de invierno. Era muy molesto. Pero ese día no había nadie más.
Si hubieran visto sus ojos, en seguida se habrían dado cuenta de que algo en aquel personaje no iba bien. Tras el pelo negro, enmarañado y mojado por la lluvia, se escondían dos llamas fulgurantes. La mandíbula desencajada y la palidez del rostro no ayudaban a crear una mejor impresión del visitante.
Tras detenerse un instante frente al gran altar de piedra, el hombre se sentó en el suelo. La ermita no debía de tener más de 60 metros cuadrados en total, por lo que la patética escena lo ocupaba todo. Tras varios minutos sollozando, un pálido rayo de luna penetró por una de las pequeñas ventanas románicas. Pasaron los minutos, y perplejo el hombre pudo comprobar cómo por algún tipo de coincidencia, el rayo de luna no se movía, permanecía siempre en el mismo sitio alumbrando una cruz tras el altar.
“No sé si es mi mente la que proyecta la imagen o es simplemente que he perdido el juicio. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Ayúdame!”, se decía a sí mismo en voz alta.
—Dios no puede ayudarte— dije yo.
Ante mis palabras el hombre quedó estupefacto. En ese mismo momento la ermita se iluminó con un fuego místico y el rayo de luz blanca se tornó roja.
—No pretendas que Dios te ayudé —continué—. Ahora ha llegado el momento de saldar las deudas. Dime hombre, ¿tienes algo que contar?
—Definitivamente he perdido la cabeza —replicó—. Sin duda eres una alucinación. Asómate para que pueda verte.
—Yo, aunque poco acostumbrado a las órdenes, hice caso. Asomé mi figura frente a la Luz Roja del Destino y lo que era una cara de terror, se transformó en simple espanto.
—De quién te escondes —pregunté—. ¿Acaso no sabes que Él y yo todo lo vemos? No sirve de nada todo tu esfuerzo, mírate las manos y comprobarás lo que te digo.
El hombre, casi por instinto, dirigió sus afligidos ojos hacia sus manos. Una mueca de dolor asomó en su cara. Sus manos estaban manchadas de sangre, sus dedos goteaban gruesas gotas sobre la piedra de la ermita.
—¡No puede ser! —exclamó aturdido—. Me he lavado las manos antes de entrar aquí. ¿Qué clase de hechizo es este? ¿Quién eres?
—Quién soy ya lo sabes —respondí.
—¿Eres de este mundo?
—De este mundo y del otro, y de otros muchos mundos también.
—¿Eres el diablo?
—Así me han llamado, pero es uno de muchos nombres.
—¿Qué me vas a hacer?
—Lo mismo que tu le has hecho a tú mujer: convertir tú vida y muerte en un infierno.