Yo volvía furioso a casa, el uniforme hecho jirones. Éramos pobres. Si te insultan, escúpeles; si te tiran en el patio, suéltales una patada. Esas eran las lecciones de mi padre.
Ahora cuando alguno llega hasta mi despacho, buscando trabajo, cualquiera, sabe, la cosa está muy mal, le invito a sentarse frente al ventanal.
En nuestro parque un grupo de escandalosas urracas martiriza a un gorrión.
-Y, dígame, pregunta de examen, ¿cómo acabaría usted con ese abuso?
Mientras las mira buscando una respuesta, tomo la pistola de mi cajón y disparo contra sus nidos que saltan por los aires.
Confuso, el hombre, que suda a mares, deja en torno a su silla una aureola de plumitas blancas con forma de diana. Pero yo, como hacía mi madre cuando alguien aún más necesitado venía a verla, le sirvo una copita para brindar por los viejos tiempos antes de pedirle que, mientras limpio y recargo el arma, me cuente toda su historia. El tiempo, moraleja, lo da Dios de balde.