Dejaron que el teléfono agotara su inquietud. “Doce veces, luego enmudece”, dijo el funcionario joven. La tormenta anunciada se acercaba peligrosamente. “Trece”, dijo el funcionario viejo al que le faltaba por encontrar el último error del pasatiempo del periódico. Estaban de guardia. El funcionario joven jugaba con el humo del cigarrillo: un relámpago culebreó tras el cristal de la ventana; dijo: se presenta una noche de perros. El viejo le miró. Lo sentía como un intruso: tenía un hijo de su misma edad en el paro al que el funcionario joven había arrebatado la plaza en la oposición…
Tres minutos más tarde, de nuevo el teléfono. “Piensa el muy imbécil que antes se ha equivocado de número”, dijo el funcionario viejo. Comenzó a golpear la lluvia con fuerza en la uralita del tejado; era como una carrera de ratones en el desván. El funcionario joven consiguió un aro perfecto que fue diluyéndose hasta romperse en el techo. La dependencia oficial estaba a las afueras del pueblo, en un lugar despoblado.
Sonó de nuevo el teléfono y ya decidieron cogerlo. Una voz lúgubre, nerviosa, requirió sus servicios. “Vamos enseguida”, contestó el funcionario joven. Se ajustaron la corbata, se pusieron la chaqueta y arrancaron el furgón negro, emprendiendo el camino.
Hubieran necesitado más brazos para desenvolverse en aquel cuartucho, levantar al tipo de la cama e introducirlo en el ataúd. El tipo no tenía mal color, pero la noche tampoco estaba para sutilezas. El funcionario viejo lo cogió por los pies y el otro por las axilas. Se secaron con un pañuelo la frente.
Lo malo de las casas antiguas es la inexistencia de ascensor; la estrechez de la escalera no admite cruce de personas. El funcionario joven se puso delante para aguantar el peso mientras el viejo refrenaba la posible caída. Parecían romperse a su paso los peldaños de madera; una bombilla de luz mortecina colgaba de un cable deshilachado. Odiaban los del pueblo aquel barrio por muy típico que fuera.
En el primer descansillo, el funcionario joven dijo asustado al viejo:
-¿Has oído eso?
-¿El qué? -dijo el funcionario viejo.
-Como un ruido.
-Son los peldaños que crujen.
-Creo que ha sido un suspiro. Igual del muerto.
-Alucinas –dijo el viejo.
Al ser más pronunciado, el último tramo resulta peligroso. Caminando hacia atrás el funcionario joven pisaba despacio, con cuidado. El arambol medio roto amenazaba con astillarse.
De repente, el funcionario viejo tropezó, se tambaleó, le venció el peso; para no verse arrastrado soltó el ataúd, y ataúd y funcionario joven salieron despedidos hasta el portal.
El funcionario viejo bajó rápidamente las escaleras, levantó la tapa del ataúd, retiró la sábana y dijo:
-Venga, hijo, rápido, ya puedes salir.
-Por un momento he pensado que ibas a enterrarme de verdad –dijo éste.
Luego, entre los dos introdujeron el cuerpo del funcionario joven en el ataúd y lo cargaron en el furgón. El viejo, dijo entonces:
- ¿Ves, hijo? No creo que vaya a costarte tanto aprender el oficio.