He entrado en casa con un escalofrío, no sin antes encender la luz que he buscado a tientas, extendiendo mi mano en la oscuridad. De la misma manera he avanzado por el pasillo, primero encendiendo la luz y luego avanzando, luz y avance, sin apagar ninguna. He abierto, con un pequeño chirrido, la puerta de la habitación.
Mi habitación.
La contemplo mientras sale vaho de mi boca. Libros, pósters, la pequeña cama, todo lo que me acompañó durante dieciocho años. Voy directo a la colección de Agatha Christie, y cojo lo que venía a buscar: la caja de música de mi abuela. La contemplo en mis manos heladas, y aunque quiero irme, la abro. Comienza a sonar, renqueante, la vieja melodía que creía haber olvidado ya, y con ella, paseo mi mirada por la habitación, sorprendiéndome la cantidad de fotografías que veo, no recordaba tantas. Fotografías de personas que ya no están, de otras que ya no son quienes fueron o éramos, de un bebé que ya no sé si soy yo. Fotografías de abrazos que se rompieron, como rotos quedaron quienes se abrazaban.
La música termina de golpe. Salgo de la habitación, apago y cierro. Y nuevamente hago lo que no quiero hacer: me dirijo hacia la habitación de mis padres, otra vez luz y avance, luz y puerta, puerta abierta y luz y avance. Ahí están, encima de la cama, mirándome, los dos retratos a dibujo de mis padres, separados uno a cada lado, como una premonición. Mi respiración es cada vez más irregular, hace aún más frío que en mi habitación, el vaho de mi boca es ya una nube de humo, espesa y firme.
Salgo, apagando la luz y cerrando la puerta. Trato de serenar mis latidos, disparados, y en ese momento, la puerta se abre. Sólo un poco, pero se abre. Sola. Pienso que en mi agitación la he debido de abrir yo sin querer, pero mis dos temblorosas manos sostienen la caja de música. Lenta, muy lentamente, la puerta comienza a abrirse, desde dentro. Doy unos pasos hacia atrás, y por más que pienso que es sólo una puerta mal cerrada, sólo una madera que cruje, doy media vuelta y comienzo a andar ligero por el pasillo, apagando las luces a mi paso. Ando cada vez más y más rápido, y al pasar por mi habitación, me descubro corriendo, no apago luces, sólo corro y corro hacia la puerta de la casa, corro sin mirar atrás y sin oír nada más que mi propia carrera. Salgo al rellano y cierro de un portazo, que resuena en toda la escalera. Me giro para mirar la puerta, y antes de que pase nada, mi mano suelta la caja de música, que cae al suelo, y comienza a sonar su melodía ahora rota. Y entonces sí. Entonces lo oigo.
Al otro lado de la puerta, y como si me desgarraran a mí la piel, unos dedos arañan la vieja madera.