Hacía tiempo que la guerra había estallado pero, nunca hubiésemos creído que llegaría hasta la ciudad. El gobierno ordenó que nadie la abandonase.
No había forma de conseguir comida, ya no quedaban ni perros, ni gatos, ni ratas, ni aves. La gente deambulaba por las calles hasta que caían rendidos o eran abatidos. Sus cuerpos no duraban mucho a la intemperie. Los vivos se lanzaban, como alimañas, para desposeerlos de cualquier cosa que tuviesen o desmembrarlos. Paliar el hambre estaba por encima de cualquier principio moral.
La deficiente alimentación había hecho que a las mujeres recién paridas se les retirase la leche y que otras perdiesen la menstruación. Algunas, mantenían a sus bebes, muertos, en sus regazos, para simular tener a alguien dependiente y poder conseguir más comida, pero cuando las sorprendían su destino estaba marcado.
Se asaltaban viviendas para atacar a sus habitantes, las presas cuanto más jóvenes, más tiernas. Las madres luchaban por impedirlo, pero no tenían fuerzas para oponer resistencia alguna. A los más pequeños, los agarraban por los tobillos, los alzaban en el aire y los golpeaban contra el suelo. Los adolescentes eran hechos prisioneros para, en un futuro estar disponibles, su muerte sería rápida, un golpe seco con un mazo en el centro de la frente y su alma huía. Las mujeres, se utilizarían o como esclavas sexuales o para intercambiar por lo que fuese, con los soldados, de ambos bandos. Todo era dirigido por aquellos hombres y mujeres que no habían sido movilizados o, no se habían ofrecido como voluntarios para luchar.
Para huir de esta situación, muchos intentaba pasar a la zona del enemigo y ser considerados prisioneros de guerra, pero su futuro no sería mejor. Demasiados prisioneros para una maquinaria más preocupada del abastecimiento de las tropas. Se seleccionaba a los útiles para trabajar como esclavos y, al resto se les dejaba morir de hambre o se les encerraba en edificios que después eran incendiados.
Los que intentaron pasar a zona amiga, fueron abatidos de un tiro en la cabeza por haber desobedecido la orden de no abandonar la ciudad.
Cuando llegó el invierno, las temperaturas descendieron a menos treinta grados y, los que aún seguían vivos empezaron a envidiar a los muertos.
Como los lobos, los supervivientes empezaron a atacar a cualquiera que viesen, fuese amigo o enemigo. Los soldados temían luchar en la ciudad, no querían ser comidos.
La solución final para la liberación fue el bombardeo masivo. Cayeron miles de toneladas de bombas incendiarias. Debido al calor de los incendios, los hambrientos, que estaban escondidos, morían asfixiados; los que estaban en las calles, quedaban atrapados en el asfalto derretido y morían abrasados, los que llegaron al río murieron hervidos; y aquellos que aún sobrevivían hubiesen deseado no haberlo hecho.
Por suerte, al poco de empezar la guerra, conseguí un buen escondite. Mi padre, siempre previsor, decidió ahorrarnos sufrimiento. Nos pegó un tiro y nos enterró. Aún seguimos aquí, no nos han descubierto.