De las 12 maneras más estúpidas que tiene un difunto de seguir existiendo es su presencia en los posos de los vasos de vermut. Como decía el padre Quevedo, siguiendo al ferralla de Occam, “lo que puede explicarse por menos no puede ni debe explicarse por más”.
Así las cosas, debemos creernos que en el fondo de aquel vaso había, además de restos de raíz de la hierba santa de Artemisia, algo de canela y el alma comunicativa de él mismo.
Lo extraño a la vida puede ser visto como natural por los que se encuentran sumergidos en sustancias distintas. Nos equivocamos al creer que el miedo nos pertenece y no es esencia de otro tipo de existencia: la que no es, en la que no se es y por la que no se es.
Pero, no deja de ser cierto que a la puesta del sol, después de la misa vespertina en Santa Catalina, cualquiera se plantea cosas transcendentes. Además, el estuario saludaba con la brisa cárdena y su color de escalpelo. Así, que como cualquier feligrés que acababa de cumplir con el rito, quiso agasajarse en aquel acogedor balcón del mirador que daba nombre a la iglesia y tomar el remojo alcohólico para hidratar y limpiar su piel de mamífero antes de pasar a la siguiente fase.
-Un vermut, por favor.
Recostado en el aluminio, atendido por el empleado de inmaculado terno, servido en sus deseos, la voz hecha zurrapa en el fondo del vidrio invocaba su nombre, queriéndole despertar de una dormilera inevitable.
Sin querer darse por vencido levantó el vaso y tragó con alevosía aquel soniquete que le aturdía. Despreciaba el contacto con el devenir y su forzosa desecación.
Tras el trago, le pareció ver mozos cargando equipajes de transeúntes desde el puerto ribereño, en peregrinación hasta los hoteles próximos. Después del terremoto, la ciudad había perdido sus vísceras. También él había llegado a aquel puerto semimediterráneo de esta guisa: solo, con la piel pronta ahora a curtirse, a ser adobada con olor a romero y esencias de zahorra húmeda, que evitaban torcer el gesto de los que pasaban a su lado con cara de pavor.
La lógica escolástica, comprendió, tenía esas cosas. Todo lo que existe es particular en sí mismo y él no escapaba de esa curiosidad humana. Pero, ¿qué había de extraño en sentirse respirar sin los esponjosos lóbulos pectorales, ver erguirse sin el esqueleto musculado de sus años jóvenes o, simplemente observar, sin un solo pestañeo, la copa siempre inacabada de vermut que le imploraba despertar?
Despertar, ¿de qué? ¿Era él propio quien contactaba consigo mismo? ¿Cómo debería entender aquello? ¿Por qué el miedo en la cara de los otros?
Es una equivocación creer que el horror se asocia inextricablemente con la oscuridad, el silencio y la soledad. Lamentó no poder consultar su pequeña biblioteca para poner el adjetivo adecuado al periodo tinita en el parecía encontrarse.
La erudición suele complicarnos la existencia –pensó aterrado, incapaz siempre de parpadear.