El botones los abandonó con discreción. Humberto fue detrás, urgido por comprar cigarrillos. Belén pasó al baño sin demoras.
Liberada de sus urgencias, estudió la habitación. Sintió que una fuerza la golpeaba al ver el crucifijo sobre la cama doble; el mismo Cristo raquítico, sudado y sangrante que cargaban los hombres de negro en la procesión que cruzaron en la ruta, a pocos kilómetros del pueblo. ¿Qué hacían esas imágenes tétricas en un balneario?
Sin más, Belén trepó a la cama y descolgó el crucifijo. Lo colocó en el piso del armario y se dedicó a desarmar las maletas. Humberto tardaría; comprar los cigarrillos, fumar uno, caminar por la costanera, fumar otro y recién regresar, a tiempo para encontrar todo ordenado en los cajones. Esta vez no sería así; abrió la ventana, la brisa del mar penetró en el ambiente. Se desnudó y se metió en el baño, neceser en mano. Graduó la ducha hasta hallarla perfecta. Se introdujo bajo el chorro potente.
La espuma del jabón resbalaba por la piel pálida cuando escuchó las letanías. Un coro de voces lóbregas pedía perdón al Cristo de las cruces. Maldijo. Saltó de inmediato, el agua se había vuelto infernal. Salió de la bañera, los hombros escaldados rojos como los pechos, los muslos y los glúteos; vio con horror como se reflejaban en el espejo los cabellos chamuscados. Atónita, oyó más fuerte las letanías.
Secarse le arrancó gritos. Recurrió al arsenal de cremas desplegadas en el botiquín del baño, pasó capas abundantes sobre la piel ardiente. Aplicó tónicos hidratantes para el cabello, previstos para la salida del mar.
Aplazado el ardor, recurrió a un vestido ligero, ni siquiera se puso ropa interior. Sacó las crocs rosadas, quedó a la vista el crucifijo; sintió que los ojos de la imagen la desnudaban. Le puso encima los zapatos de golf de Humberto. Fue a la ventana, cerró las hojas abiertas, bajó las persianas. Las letanías que hablaban de arrepentimiento resonaron más fuertes, más graves, más profundas.
Encendió la luz, revisó, no encontró altavoces. No lo soportó, dejó la habitación y bajó rápido las escaleras. En el lobby, una aburrida muchacha de veinte años jugaba con el teléfono; el mostrador de recepción, vacío. Salió a la calle, atardecía. Por la esquina giró la cabeza de la procesión que habían cruzado en la ruta. El brazo del Cristo se liberó del crucifijo y la apuntó. Una mano en el hombro la hizo brincar. Humberto.
Pequé, pequé dios mío, taladraron las voces su cabeza. Humberto la observaba desconcertado. Ella le señaló los cabellos, le mostró los hombros rojos. Él encogió los hombros, no notaba nada extraño.
Al pie de la calle, el mar; sobre el mar, una barca; una figura oscura, de pie en la proa, señaló hacia ella.
Belén calló de rodillas y confesó su crimen; las letanías cesaron, la procesión desapareció.
Al alzar la vista, los ojos de Humberto le dijeron que no habría alivio alguno, no tenía nada para celebrar.