La habitación está quieta, salvo por el cuerpo de Amalia, que se sacude sobre la cama con un pedazo de carne ardiente en la boca luchando por salir de la pesadilla. Sus ojos, de repente abiertos, sudan lágrimas de pánico, ciegos ante la pesada oscuridad de la noche. En el suelo, junto a la cabecera, cae el trozo magro de color azul grisáceo, que se agita con la poca vida que le queda, llamando a su amo y señor.
Invocado, el demonio aparece en un rincón del dormitorio, tiene en el brazo una herida supurante con la forma de la mordida de Amalia. Bufa agazapado mientras sostiene con la mano el miembro inválido. Su mirada es blanca, como la de una estatua sin pupilas; abre la mandíbula en un gesto desgarrado, una exclamación muda de tortura y cólera. Al levantar el rostro hacia los cielos en una plegaria maldita, sus cuernos delgados y dolorosos, que nacen desde la coronilla, raspan el muro detrás de él, como un manojo de ramas viejas y secas contra un vidrio.
Amalia yace inmóvil con los labios entreabiertos. La sangre azulina le escurre como un hilo de baba caliente que desciende por la almohada y las sábanas hasta el piso, donde dibuja un charco alrededor de la tajada palpitante de músculo. Escucha la respiración del diablo que la acecha y aguanta la suya, teme que si se mueve, así sea un milímetro, él sentirá su presencia y ese será el fin. Poco a poco se le acaba el aire y sus pulmones le imploran por una nueva inhalación.
El último suspiro de Amalia se pierde debajo del grito del demonio.