Cada noche, agarrado a los barrotes de la cuna, entreabría mis ojos para ver cómo dormía mi hermano gemelo a cinco centímetros de mí. Pronto ambos cumpliríamos tres años. No sé por qué, pero a mi hermanito le daba mucho miedo la oscuridad. Se imaginaba unas sombras grises que se deslizaban por la puerta y se ocultaban sigilosamente bajo la cuna. Mamá solía cantar alguna canción para tranquilizarle y, con sus manos delicadas, acariciaba su piel caliente y rosada, semejante a la de un tierno corderito. ¡Oh cómo me hubiese gustado tocar a mi hermano como ella! Incluso tocarlo con más fuerza, hundiendo mis uñas en su cuello lentamente. Entonces sabría lo que es el miedo. Él nunca sospecharía que su hermano le quisiera…
Pronto llegaría el día de nuestro cumpleaños. Como no, mamá se estaba volviendo loca pensando el mejor regalo para mi hermanito. Si fuera a juzgarla, diría que él era su preferido, pero eso nunca me quitó el sueño. Nunca. ¡¿Cómo no iba a preferir a ese angelito de ojos azules?! Por suerte, papá parecía leer mis ojos negros de géminis. Cada vez que ocurría algún desastre, papá murmuraba entre dientes: ¿recuerdas que son géminis? No saldrá nada bueno de ellos. Mamá siempre ignoraba ese tipo de comentarios; en cambio, a mí me hacían especialmente feliz, pues quizás así mamá olvidaría su obsesión por su niñito del alma. ¡Vete a saber si papá lo decía por eso! Papá sería mi preferido.
Nadie pensaba que el día de nuestro cumpleaños, a medianoche, se desataría mi mayor locura. Con una ácida sonrisa, esperaba con ansias desbordantes poder darle su regalo de cumpleaños. Los peluches nos miraban expectantes. Ya les había contado lo que haría. Las luces del móvil de la cuna parpadeaban e iluminaban los cristales empañados por el frío. Tendríais que haberme visto presionando sus ojitos de cordero. Mis manos sujetaron su boca con tanta vehemencia que mi pobre hermanito no podía respirar. Intentó enderezarse y toser, pero mis manos le apretaron más y más fuerte por detrás de la nuca. Sin duda, él era muy frágil y yo, terriblemente osado. Agarré su cráneo y lo agité con toda mi cólera de un lado a otro de la cuna. El terror se había apoderado del chiquitín: su cuerpo temblaba y sufría espasmos constantemente. Al quedarse mareado, esta vez sí, logré ahogarlo en su propio llanto. Escuchaba los gritos de mi hermanito, sordos y huecos. Las sábanas se iban humedeciendo con su saliva. Lo notaba bajo mis muslos, bajo el leve roce del pañal. Cuando dejó de moverse, me tendí sobre su cuerpo hasta que, poco a poco, se fue enfriando. No recuerdo ver sangre; sin duda, fui muy precavido. Solo le hice el daño suficiente. Él lo sabía. Siempre nos habíamos amado. Papá y mamá nunca descubrirían que había pasado. Al amanecer, los ojos del corderito ya no eran azules, sino tan negros como los míos. Incluso yo lloré al verlos.