El ático, olvidado hacía años, era el lugar seguro para fumar el canuto de la noche. Mi madre dormía, lo comprobé al acercarme y sentir su respiración acompasada. Sigiloso, subí a mi escondite y me senté en el viejo sillón del abuelo. Ya relajado, aspiré el humo del cigarro irregular sin más luz que las brasas del papel enrrollado ardiendo, y los ténues haces que la luna enviaba. Las sombras de los árboles bailaban a mi alrededor, intenté agarrarlas con una mano pero se distorsionaron y se posaron sobre ella. Algo colocado, vi una nueva sombra, parecía el brazo de una bailarina moviendo elegante los dedos. La cogí fuerte por la muñeca y no escapó. Quedé asido a ella y de pronto, sentí como si me inyectaran hielo en las venas que se propagaba por todo el cuerpo a la velocidad de la luz, luz que busqué y no encontré. Quise soltar aquel brazo y no pude, estaba asido por mi extremidad como si fuera parte de ella. Intenté levantarme y el cuerpo no me obedeció, no sabía si por la sangre entumecida o por el miedo que me atenazaba. Intenté gritar, pedir auxilio, pero las cuerdas vocales, frias, se negaron a emitir sonido alguno. El corazón marcó un ritmo impropio y sentí un ahogo indescriptible. Sucumbí al desmayo aterrorizado sin poder soltar aquel brazo.
Unos rayos de sol tempraneros me despertaron. Abrí lo ojos y miré con horror mi mano esperando encontrar el apéndice indeseado y... Nada. Pensé que todo fue un sueño por el porro demasiado fuerte y me tranquilicé. Me levanté, de súbito sentí un escalofrio al ver la puerta abierta de par en par. Al entrar en el desván la noche anterior la cerré, estaba seguro. Tembloroso, con el horror dibujado en mi rostro, me acerqué mirando en todas direcciones, temiendo que aquel tétrico miembro se agarrara a mi cuello al acercarme al oscuro umbral de la puerta. Bajé el primer peladaño apoyando las manos en las paredes de la estrecha escalera, el segundo, más escalones y por fin; llegué a la primera planta. Solté el aire que habia comprimido por el miedo en los pulmones y, al pasar por la habitación de mi madre la vi dormida como la dejé. Algo me llamó la atención y volví sobre mis pasos. Entré, me acerqué, y clavé los ojos en los suyos abiertos sin vida. Ahogué un grito con las manos y caí de rodillas junto a la cama. El terror que sentí en la noche volvió al ver su brazo derecho, colgaba por el lateral con un hematoma en la muñeca.