Aquella habitación no había sido ventilada en años. El aire era tan tupido que formaba una niebla amarilla, una coloración desfasada y añeja.
Los enseres permanecían impregnados por una telilla arenosa, las paredes presentaban escaras de yeso entre el papel raído y enmohecido como la corteza de un queso podrido.
Joseph Kessids, el administrador de la finca, hacía poco que se había personado en esa vivienda deshabitada. Era un hombre frío, con voz a caballo entre la afonía, la estupidez y el mal genio, un rasgo a destacar junto a una nariz significativa, y con un dorso cuadrado que realzaba su tontuna. El olfato de Kessids le obligó a emitir un laberinto de arrugas. La rareza del ambiente había roto su habitual estatismo emocional. Se sentía incómodo entre la soledad del piso y aquella idea que nos suele sorprender a veces de que alguien nos sigue u observa. Avanzó siguiendo el ritmo del medroso. Giró el cuello, no había nadie, la única compañía era un sudor frío que parecía frenarle las articulaciones. Kessids respiró hondo para disipar un mareo inexistente; un hombre disciplinado en vilezas laborales y toda clase de argucias ahora se sentía despojado de seguridad. Profundizó la mirada, era una visión onírica, agitó las manos y no divisó ni hebras de polvo suspendidas en el aire.
Transcurrió un minuto en el que a alta velocidad se le cruzaron imágenes e ideas en la mente. ¿Soñaba? ¿Lo habían drogado? ¿Era víctima de una broma, de una alteración psíquica? Dio una zancada larga para enfrentarse al espejo y comprobar si la inestabilidad quedaba marcada en la expresión del rostro (afeado como ha quedado descrito). Kessids se acarició las mejillas, notando la suavidad después del afeitado matutino. La faz aparecía borrosa, la luminosidad y la inexplicable neblina le diseminaban unas sombras en el contorno de la cara, pero se notó rejuvenecido.
Recopilando confianza, la visita se adentró hasta el hall. El balcón estaba herméticamente cerrado. La luz anaranjada y triste de la bombilla no variaba la atmósfera.
En una esquina de la sala había una mesita. Un inusitado ímpetu llevó a Kessids hacia ella, cogiendo el único objeto que tenía: un despertador de campanas. La voz afónica y ruin que derrochaba en sucias transacciones escupió una palabrota. Las manijas estaban empaladas con un monigote, un señor con un portafolios negro idéntico al suyo.
-¡No soy yo!
Gritó desaforado palpando las paredes mientras huía, en una penosa corrediza a trompicones hasta la entrada.
-¡El espejo!
No estaba. Nunca existió. El reloj de pulsera marcaba las doce, pero él había accedido al edificio a las nueve, y solo habían transcurrido cinco minutos desde entonces.
La puerta no abría y la llave no encajaba. Enrojeció voceando hasta que los tendones del cuello se tensaron como los cables de un ascensor. El auxilio no podía oírse, tampoco recibir asistencia. Ese criminal de despacho estaba atrapado en un instante del pasado, así quedó Kessids, emparedado en una inútil e inerte vida a las doce del mediodía.